La oposición a Internet
14 Marzo 2017

Ross Douthat - The New York Times

Hasta ahora, en mi serie de artículos en que he defendido ideas inviables, he arreglado las relaciones raciales y solucionado el problema de una clase trabajadora sin trabajo. Así que ahora es el momento de encarar la verdadera amenaza contra el futuro de la humanidad: la que traemos en el bolsillo o en el escritorio, aquella en la que quizá esté leyendo este mismo artículo.

Sea sincero y verá que es verdad: usted está esclavizado a Internet. Definitivamente si es joven y cada vez más si es viejo, su existencia cotidiana, minuto a minuto, está dominada por la obsesión de revisar su correo, Twitter, Facebook e Instagram con una frecuencia que no tiene ninguna relación con la necesidad de informarse.

Las obsesiones rara vez son innocuas. Internet no es la crisis de los opioides. No es probable que nos mate (a menos que nos atropelle un conductor distraído) o que nos devaste. Pero requiere que nos concentremos intensa, furiosa y continuamente en lo efímero que llena la pantalla y que experimentemos las gracias tradicionales de la existencia –la compañía del cónyuge, de hijos y amigos, el mundo natural, la buena comida y el arte de altura– en un estado de perpetua distracción.

Usados dentro de límites razonables, claro, estos dispositivos también nos ofrecen nuevas gracias. Pero no los usamos dentro de límites razonables. Ellos son los amos, no nosotros. Están construidos para volvernos adictos, como señala el psicólogo Adam Alter en su reciente libro “Irresistible”. Y también para enloquecernos, distraernos, excitarnos y engañarnos. Nos ataviamos y nos conducimos con ellos como para un amante. Rendimos nuestra privacidad a sus exigencias. Esperamos con el alma en vilo que nos den un “Me gusta”. El teléfono inteligente está al mando de la humanidad.

Y esa es la razón de que necesitemos un movimiento social y político –templanza digital por así decirlo– para recuperar cierto control.

“¿Templanza?”, podría objetar el lector con un ojo en la más reciente indignación publicada por sus partidarios en las redes sociales. “¿Algo así como la era de la prohibición? De algo de lo que todo mundo depende para su trabajo y su vida diaria, algo que es la base de la economía … un momentito, tengo que hacer favorito a este tuit.”

No, no como la era de la prohibición. La templanza no tiene que significar abstinencia total. Puede indicar simplemente una cultura de contención que trata de mantener en su lugar un producto determinado. E Internet, como el alcohol, puede ser el ejemplo de una tecnología que debería restringirse razonablemente tanto en los hábitos como en la ley.

Por supuesto, es demasiado para saber plenamente (y en realidad nunca llegamos a saber nada plenamente) lo que nos está haciendo la vida en línea. Ciertamente ofrece algunos beneficios sociales, algunas ventajas intelectuales y aporta una proporción importante al reciente crecimiento económico.

Pero también tenemos excelentes razones para pensar que la vida en línea fomenta el narcisismo, la enajenación y la depresión, que es como un sedante para las clases bajas y una influencia que lleva a la demencia a los que se dedican a la política. Y que quita más de lo que aporta a la creatividad y al pensamiento profundo. Mientras tanto, hasta ahora la era de Internet ha sido una época de burbujas, estancamiento y deterioro de la democracia. Difícilmente una edad de oro cuyos usos deban de seguir intactos.

Así pues, un movimiento de templanza digital empezaría por oponerse a que todo esté conectado y a buscar más espacios en que sea ilegal el uso de Internet, o al menos que no se fomente. Endurecer las leyes contra el uso del teléfono al conducir, mantener las computadoras fuera de las salas de conferencias de las universidades, poner “cajas para teléfonos” en los restaurantes donde los clientes depositen el suyo al llegar, confiscar los teléfonos que se usen en museos, bibliotecas y catedrales, crear normas corporativas que rechacen firmemente estar revisando el correo electrónico durante las reuniones.

Hay medidas aun más drásticas. Sacar las computadoras de las escuelas primarias, donde no hay ninguna evidencia de que mejoren el aprendizaje. Hacer que los niños aprendan en libros muchos años antes de pedirles que investiguen en línea. Dejarlos jugarlos en el mundo antes de que sean devorados por el virtual.

Y hay más. La edad mínima para abrir una cuenta de Facebook debería de ser 16 años, no 13. No deberían permitirse niños menores de 16 años en las redes de juegos. Los estudiantes de preparatoria no deberían llevar sus teléfonos a la escuela. Los niños menores de 13 ni siquiera deberían tener un teléfono inteligente. Quien quiera comprarle a su hijo un teléfono celular, por favor, en este nuevo esquema, los operadores de telefonía ofrecerían planes de “pura voz” para menores de edad.

Sospecho que llegaré a ver algunas de estas ideas adoptadas por un segmento de la clase alta y algunas familias religiosas. Pero las masas seguirán siendo adictas y la tecnología misma habrá evolucionado para enganchar y sumergir –y enajenar y sedar– de manera más completa y eficiente.

Pero, ¿qué pasaría si decidiéramos que lo que es bueno para los jefes supremos de Silicon Valley, que envían a sus hijos a escuelas activas de poca tecnología, también es bueno para todos los demás? Siempre tendremos con nosotros nuestros dispositivos, pero podemos elegir en qué condiciones. Sólo tenemos que elegir juntos, adoptar tanto la templanza como el paternalismo. Sólo un movimiento así podrá salvarnos del tirano que llevamos en el bolsillo.

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