Antídoto contra la demagogia

Antídoto contra la demagogia

El filósofo inglés John Stuart Mill advertía ya en el siglo XIX que la condición esencial de la verdad es la diversidad de opiniones. Para Mill, nadie está en posesión de toda la verdad y todos pueden aspirar a poseer una parte de ésta, una máxima que aplica tanto para los individuos como para las doctrinas y los sistemas políticos. La genialidad de esta concepción es que cancela la pretensión de infalibilidad. Cualquier límite o coacción a la libertad de opinión o de expresión se vuelve un atentado a la verdad. Las aspiraciones megalómanas de los líderes, las imposiciones clarividentes de las teorías o las coerciones absolutistas de los regímenes políticos constituyen regresiones en el camino de la libertad humana.

Las ideas y los líderes mesiánicos, xenófobos y fundamentalistas son inherentemente violentos: de Stalin a Hitler, de Donald Trump a Nicolás Maduro, de Rodrigo Duterte a Robert Mugabe. Todos construyeron y mantuvieron su poder en base a las divisiones excluyentes, a la homogeneidad ficticia (pero fanática) y a la búsqueda permanente de enemigos. Por supuesto, todo aquel que interponga una idea diferente, ni siquiera es necesario que sea contraria, se transforma de inmediato en herético, traidor y sedicioso. El psicólogo social Irving Janis denominó a este fenómeno groupthink (pensamiento grupal). Los grupos políticos cohesionados y aislados de puntos de vista discordantes tienden a deformar la realidad. Para sostener sus decisiones, descartan visiones o cursos de acción alternativos. Los regímenes autoritarios necesitan cerrarse para sobrevivir, limitar el contacto internacional económico (comercio e inversiones), controlar los discursos y restringir las libertades de movimiento y pensamiento. El giro de Maduro en Venezuela lo evidencia: el problema no eran “los yanquis” ni la “oposición golpista desestabilizadora”. La ruptura reciente del gobierno de Caracas con la Iglesia, aun a pesar de que el Papa ha mostrado en palabras y gestos una preferencia por los gobiernos nacionales y populares de la región, exhibe que la vocación hegemónica es absoluta.

El diálogo inicia en el entendimiento de que las contradicciones no son confrontativas, sino constructivas. Los puntos de desacuerdo, más que señalar que una opinión es verdadera y la otra falsa, hacen que ambas compartan una parte de la verdad o, al menos, una visión diferente de la realidad. La opinión disidente es necesaria para completar todo el cuadro de la verdad. Existe la competencia, claro está, pero desaparece el conflicto. En el terreno político, esto se traduce en una dinámica de rivales que compiten por el poder más que de enemigos que buscan eliminarse. Esto puede manifestarse en la relación del gobierno colombiano con las FARC o dentro del mismo marco de la democracia. Por ejemplo, en 2016, 45% de los republicanos en los Estados Unidos ven las políticas del Partido Demócrata como “una amenaza al bienestar de la Nación”, ocho puntos por encima del 37% que se registró en el estudio de polarización política de 2014. A su vez, 41% de los demócratas consideran lo mismo de su pares del GOP, un aumento de 10 puntos porcentuales en los últimos dos años.

El diálogo no constituye condiciones excepcionales aplicables sólo a procesos de paz y reconciliación, como los de Sudáfrica, Colombia e Irlanda. Una visión deliberativa de la política reclama una democracia que no sea un sistema de trincheras en una lucha por conquistar el botín del poder presidencial. La clase política puja por capturar instituciones: ésa es su manera de sobrevivir. Así, el Estado se vuelve una máquina prebendaria a conquistar, en lugar de una instancia desde la cual construir. El clientelismo político genera un Estado patrimonialista. La administración pública se convierte en un asunto privado.

Las sociedades funcionan de formas diferentes cuando las reglas elementales que organizan la forma en que se construye, se ejercita y se controla el poder están diseñadas para garantizar la libertad. Las instituciones deliberativas premian la apertura y permiten construir poder a partir de la inclusión. La institucionalidad asegura la supervivencia compartiendo el poder, no acumulándolo. Los horizontes temporales se amplían y desaparece el miedo del revanchismo. Dejar el poder no implica ser débil y perseguido con el objeto de restar fuerzas a sus aliados y socavar el legado ni deshacer los avances del gobierno anterior. El tiempo en el poder es para construir. A quien le corresponda la sucesión decidirá si continuar en esa senda o modificarla, como ocurrió con el traspaso de mando en Chile de Michelle Bachelet a Sebastián Piñera y nuevamente a la presidenta actual. Este escenario es casi imposible de imaginar en nuestro país. Con una visión de futuro más larga y una visión de la política más amplia, los consensos se vuelven duraderos y abarcativos. Las políticas públicas tienen una visión estratégica que supera el ciclo de vida de la coalición gobernante y se proyectan a las generaciones siguientes. El aparato estatal, removido de la periódica ida y venida de los amigos, demanda personal de calidad, capaz de conciliar eficacia con equidad. Se desvanecen antinomias como “CEOcratas extranjerizantes” versus “populistas sin título universitario”.

La libertad genera un círculo virtuoso. Implica un espacio de debate para discutir e interpretar un ideario compartido y decidir cómo cristalizarlo en políticas públicas concretas. Las propias instituciones gubernamentales llevarán la marca del diálogo o la diatriba y serán instrumentos del poder de turno para mantenerse e imponerse o constituirán herramientas para la permanente construcción de una ciudadanía más amplia. Que discuta y se discuta, que cuestione y se cuestione. Si entendemos que la libertad es la búsqueda permanente y colectiva de la verdad, el primer valor a preservar será el de la discusión pública. El diálogo político institucionalizado no es un recurso de retaguardia para débiles, sino un antídoto contra la demagogia.

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