Los edificios nos conectan con el pasado, decía César Pelli en la conferencia pública organizada por LA GACETA, durante su visita de 2012. Ponderó “calles enteras” de la ciudad “que tenían mucho carácter”, y hacían a la identidad de la ciudad. Se refirió específicamente a esos “edificios típicos de Tucumán, de un piso con la puerta en el medio y dos balcones”. A decir verdad, ese patrimonio no se ha perdido. Partidas, parchadas, o parcialmente modificadas, aún quedan casas y calles con el carácter evocado por el maestro-arquitecto. En los barrios del centro y un poco más allá de las cuatro avenidas, todavía están. Se conservan también en los cascos tradicionales de las ciudades más chicas, como Aguilares, Tafí Viejo, Concepción o Monteros. Es cuestión de mirarlas nomás.
Fachadas
La arquitectura doméstica de la ciudad, construida entre la primera década y mediados de siglo XX, se caracterizaba por dividir claramente los espacios externos e internos.
Esta configuración de espacios exteriores o públicos, e interiores o privados, se subrayaba tajantemente en la superficie que separaba ambos mundos: la fachada. El frente de la casa quedaba transformado así en la interfaz de presentación e intercambio social. La piel que separaba el cuerpo doméstico del espacio comunitario.
Pelli no es el único en valorar ese modelo de casa. Los arquitectos en general lo vienen haciendo desde hace varios años, mientras profundizan en su estudio. “Hacia el exterior la superficie se definió mediante el revestimiento denominado símil piedra (que imita la piedra París)”, dice la descripción de la arquitecta María Laura Cuezzo. “El esquema frentista se completaba con zócalos de mármol o granito y piezas ornamentales prefabricadas que se aplicaban in situ; los recursos estéticos se encargaron de enriquecer el paisaje urbano tucumano”.
Uniformes
Las fachadas adquieren su carácter tanto con las texturas, como con los detalles. Repetir los nombres de estos, crea un universo de palabras que nos encandila, aunque no sepamos exactamente que definen: “pretiles, balaustradas, cornisas, frontis rectos, curvos o quebrados, pilastras y mediacolumnas, claves, frisos, ménsulas, guirnaldas, mascarones, medallones”. Esa variedad termina nombrando la gran cantidad de aplicaciones y pormenores que hacían a la identidad de cada casa. Los ornamentos, de argamasa y ensamblados con tornillos de metal, eran agregados a la construcción. Muy pocas veces fueron modelados en el mismo lugar con yeso. Podemos ver casos sumamente planos y otros donde los relieves organizan una volumetría tan espacial como escultórica.
La repetición del esquema de puerta alta y dos balcones casi gemelos, establecía una homogeneidad en las cuadras. La continuidad de las líneas y del horizonte superior de las casas, generaba una sensación de armonía. A veces, la puerta se corría del medio al costado, a veces la estrechez del terreno obligaba a un solo balcón. Incluso, cuando hubo una enorme diversidad de estilos puestos uno al lado del otro, las transiciones entre unas y otras fueron suaves. Sin conflictos, como si toda esa ciudad hubiese sido levantada por las mismas manos. Ilusión.
Diferentes
Las casas fueron la expresión de un número indefinido y heterogéneo de manos. Gran parte de sus constructores fueron extranjeros. Muy pocos trascendieron en nombre: la mayoría quedó anónima.
Cada vivienda tuvo su personalidad. Fue un crisol de las apetencias estéticas del comitente y los constructores. “La materialidad se fundamentaba en el trabajo de artesanos, profesionales y constructores que se dedicaron a construir la ciudad. Gran parte de ellos tenían origen extranjero y sobre todo prevalecieron los italianos”, afirma Cuezzo.
Sus facciones representaron la llegada de esa masa inmigrante. Todos ellos, incluso un universo de comerciantes, dejaron su marca en las casas, abarcando un enorme rango de clases sociales.
La fachada fue la cara de la casa. Fue su máscara, la que se pone para los demás. Detrás de la puerta principal empezaba el mundo familiar: afuera, la vida social asomaba sus ojos al balcón.