Una de las arquitectas más importantes del mundo, Zaha Hadid, falleció ayer a los 65 años de un ataque al corazón. La inglesa nacida en Bagdad fue el mejor símbolo de la época en la que su oficio se convirtió en el gran espectáculo del mundo sofisticado. Fue una potencia creadora pura, un caso simbólico y, a la vez, completamente singular entre sus colegas: mujer, iraquí y cargada de un equipaje intelectual complejísimo. Nada estaba a su favor para alcanzar el éxito.
Hadid venía de una idea visionaria, casi única, de la arquitectura: la fluidez, la quiebra y la expresión personal eran los conceptos desde los que partió en los años 70. Su nombre se convirtió en una leyenda desde que se licenció en la famosa AAA de Londres. Nadie la consideraba por entonces exactamente arquitecta: se pensaba en ella como una artista y una pensadora de la forma, cuyas herramientas estaban en el terreno de la arquitectura. Aquellos eran años de crisis para la arquitectura, años de manierismos y de dudas en el legado de los maestros del siglo XX. En ese contexto, dibujaba arquitecturas rompedoras y casi utópicas, con algo de expresionismo y de constructivismo llevado al límite.
Sus propuestas eran una especie de historia alternativa de la arquitectura del siglo XX. Además, estaba su carisma. De piel oscura, rica de familia y desafiante en el trato, vestía de un modo extravagante y hasta en los trazos de sus dibujos transmitía algo femenino pero, a la vez, violento y duro.
Sus creaciones incluyen, entre numerosas obras, el Centro Acuático Olímpico y la Serpentine Gallery en Londres, el Museo Riverside en Glasgow y el Opera House de Cantón, China. Fue la primera mujer en recibir el famoso premio Pritzker en 2004.