

Sergio Berensztein - Politólogo
Esta semana pudo haberse festejado el 199º aniversario de la declaración de la independencia de la Argentina. Sin embargo, en su última celebración como presidente de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner decidió llevar a fondo su necesidad de referirse continuamente a los hechos históricos para reescribirlos y convirtió todo en el evento conmemorativo del 12º aniversario de la asunción de Néstor. “Podemos decir que este proyecto le dio independencia al país”, dijo en su discurso, negando la centuria y las nueve décadas de autonomía nacional que precedieron a su llegada.
La realidad marca que el juego de antónimos encarado por el gobierno a través de sus últimos anuncios y de las palabras de la primera mandataria se parece más a El reino del revés pergeñado por María Elena Walsh para el público infantil que a una nación soberana. La idea de independencia se vuelve cuanto menos irónica si se analiza el nivel de dependencia que vive la Argentina en estos días. Se proclama una independencia económica, algo que no es cierto pero que además resulta imposible y en todo caso negativo en un mundo globalizado e interdependiente.
En efecto, la falacia neo-independentista se refleja en cada uno de los segmentos que se analicen. Desde el punto monetario, el swap arreglado con China permitió por un lado darle algo de aire a las alicaídas reservas del Banco Central pero, por el otro, dejó al país supeditado a los vaivenes y caprichos financieros del país asiático. Si se analiza el ámbito energético, luego de un autoabastecimiento que duró dos décadas a partir de 1989, la Argentina ahora pende de lo que pueda importar de países como Bolivia y, sobre todo, de las decenas de barcos gasíferos que a precios exorbitantes sirvan para compensar, mal y tarde, la caída estrepitosa de la producción local. La paradoja es tristísima: un país con enormes reservas de gas convencional y no convencional está importando carísimo y no genera un las condiciones necesarias para revertir esta tendencia autodestructiva. Más aún, el déficit energético es uno de los principales factores que explican la balanza comercial negativa y la creciente crisis de la balanza de pagos. En otras palabras: nos quedamos sin dólares por culpa de la insólita política energética que incrementó así nuestra dependencia justamente en un área en la que la Argentina debería sacar pecho y mostrar una indudable fortaleza.
La cuestión del comercio exterior es sin duda más compleja. Dado el absurdo atraso del tipo de cambio, han caído las exportaciones de forma significativa, afectando sobre todo a las economías regionales. En particular, las exportaciones industriales tienen una peligrosa dependencia de la economía brasileña gracias al régimen automotor y, en mucha menor medida, al enclenque Mercosur, ya que la mayor parte nuestra industria no es competitiva debido a los costos internos, sobre todo el costo laboral y el del capital (sumado a la altísima presión tributaria). Esto deja a la Argentina a merced de los precios de los commodities alimenticios, que han sufrido un duro ajuste en los últimos tiempos.
Si esto no alcanzara para dudar de la brumosa noción de independencia que nos propone la Presidenta, nótese que cientos de miles de argentinos se están volcando decididamente a dolarizar sus ahorros. La moneda nacional puede que tenga finalmente su día, pero como consecuencia de la irresponsabilidad de nuestros gobernantes, del financiamiento inflacionario del déficit fiscal y de la impecable racionalidad económica de nuestra ciudadanía, no sirve como reserva de valor. Como ocurría en épocas de la Colonia, el efecto práctico de regulaciones irracionales y exageradas es siempre la misma: “se acata, pero no se cumple”.
Paradoja antonímica
El binomio “dependencia-independencia” no es la única paradoja antonímica que presenta la Argentina del final del ciclo kirchernista. Otro de los ejes que gana cada vez más fuerza en la agenda es “justicia-injusticia”. Uno de los poderes del Estado está siendo sistemáticamente vaciado de legitimidad. De repente, el juez Luis María Cabral, cuando estaba a punto de fallar en contra de la constitucionalidad del memorándum con Irán, es desplazado bajo la consigna de que no es un juez titular. Las subrogancias no pueden ser eternas y eso lo vuelve ilegítimo para desempeñar el cargo, dicen sus detractores. Pero su sucesor no es nombrado por el Congreso, sino que se trata de un nuevo subrogante, afín a las necesidades y las ideas de quien ejerce otro de los poderes del Estado. Así, “legitimo” se convierte en sinónimo de “lo que yo digo o designo”.
La ausencia de credenciales de Claudio Vázquez, el reemplazante del doctor Cabral, que carece de especialización en derecho penal y de actividad en estudios importantes, parece más una provocación que un descuido. Se trata de un abogado no del todo legítimo de acuerdo a sus pergaminos pero al haber sido elegido por el kirchnerismo se convierte, aún así, en una opción superadora respecto del mejor legista díscolo. La capacitación, la acción profesional y las líneas en el currículum vitae son sólo apenas detalles en esta peculiar concepción de la legitimidad.
Existe un tercer juego paradojal que es todavía más polémico: el que involucra la noción de libertad. La implementación de la nueva agencia de inteligencia, AFI, entre cuyas funciones se cuenta la de espiar para evitar supuestos golpes de mercado, corridas y desabastecimientos. Oscar Parrilli, su titular, se vio obligado a desmentir vehementemente una obviedad: “la nueva agencia de inteligencia tiene el objetivo de cuidar y no de espiar a los argentinos”. También apeló a la conceptualización de la continuidad democrática y aseguró que cada nuevo director será designado por el presidente de turno. Lo que hablaría de una dependencia directa (para retomar con el primero de los binomios) entre el área de inteligencia y el Ejecutivo en cada gestión. Como en El reino del revés, estas declaraciones han producido más inquietud que tranquilidad, sobre todo en los principales empresarios que son fundamentales para que se incremente la inversión y vuelve a crecer el empleo sustentable.
La función de perseguir delitos económicos asignada a la AFI remite directamente a una de las características típicas de regímenes donde se extra limita la concentración de poder, aunque sea de manera tardía: el miedo a la libertad, la necesidad imperiosa de regularlo todo, el control como obsesión, el castigo como amenaza y vehículo hacia la disciplina. La historia sugiere que este tipo de regímenes, cuanto más quieren controlar, menos lo logran. En particular, el gobierno argentino tiende a construir sus hipótesis en términos conspirativos. Para la dirigencia nacional, las decisiones individuales relacionadas con factores económicos no tienen que ver con la necesidad de las personas de defenderse ante medidas que consideran contrarias a sus propios intereses o de proteger sus ahorros, sino con una conspiración en contra del gobierno, con la hipótesis de un golpe de mercado. El efecto búmeran no se hace esperar: la gente utiliza la poca libertad que le queda para comprar dólares ahorro. En otras palabras, quienes pueden dolarizar sus activos lo hacen, utilizando uno de los pocos resquicios que deja la regulación vigente para adquirir moneda extranjera. Sobre ellos, sobre todos, podría aplicarse el nuevo reglamento de inteligencia. El esquema no puede ser más contradictorio. Ni patético.
La independencia declarada el 9 de julio de 1816 apuntaba a la libertad económica y a romper los lazos monopólicos que había establecido España sobre sus colonias. La “independencia” K versión 2015 se fundamenta en la represión de la libertad y la imposición de un espíritu híper reglamentista de corte casi absolutista. Entre las múltiples tareas que deberá asumir la próxima administración sobresale el desafío de proponer una visión menos ideológica, más aggiornada y sobre todo mucho menos forzada y anacrónica de la que impulsó CFK en esta larga despedida. Veremos si lo logra.








