La mala suerte del Inca Garcilaso

En 1916, la Provincia quiso homenajear al autor de los “Comentarios reales” y erigió su busto, dos veces. El primero fue destrozado y el segundo un día desapareció.

EL PRIMER BUSTO. Efigie del Inca Garcilaso de la Vega en la intersección de Mate de Luna y Camino del Perú, inaugurada en 1916 y destrozada poco después EL PRIMER BUSTO. Efigie del Inca Garcilaso de la Vega en la intersección de Mate de Luna y Camino del Perú, inaugurada en 1916 y destrozada poco después
El Inca Garcilaso de la Vega fue un cuzqueño que nació en 1539 y murió en 1616. Era hijo del conquistador Garcilaso de la Vega y de la princesa inca Isabel Ocllo, sobrina del emperador Huayna Capac. Se llamaba Gómez Suárez de Figueroa y Vargas: al nombre “Inca Garcilaso de la Vega” resolvió adoptarlo hacia 1570. Viajó a España siendo veinteañero, con el propósito de luchar para que se reconocieran –y se retribuyeran- los servicios prestados por su padre en la conquista.

No tuvo éxito. Se recluyó entonces en el pueblo de Montilla. Sólo salió de ese retiro para pelear contra los moros en Alpujarras de Granada, a órdenes de don Juan de Austria, campaña donde ganó las insignias de capitán. Estudiaba y escribía. Su tercer libro se llamó “Comentarios reales”: era una historia del pueblo peruano, desde los tiempos remotos hasta la llegada de los españoles. La primera parte se editó en 1609, y la segunda en 1616, poco antes de su muerte.

Esa obra, en la que el Inca aseguraba narrar lo que vio y oyó (relatos de familia y tradiciones), adquiriría una extraordinaria celebridad, que ha atravesado incólume los siglos. Los investigadores históricos le han asestado innumerables correcciones porque, dice Mario Vargas Llosa, estos “Comentarios” que embellecen la historia del Tahuantinsuyo, “deben tanto a la ficción como a la realidad”.

“Tucma o Tucman”

Pero el Inca, destaca el mismo autor, fue sobre todo “un notable escritor, el más artista entre los cronistas de Indias, y su palabra contagia, a todo lo que escribía, ese poder de sobornar al lector que los grandes creadores infunden a sus ficciones”.

Para la región de la Argentina que habitamos, tiene especial importancia cierta mención –muy citada- que hace el Inca en el libro V de sus “Comentarios”. Dice allí que a fines del siglo XIII o inicios del XIV, se presentó ante el Inca Viracocha –que estaba en Charcas- un “grupo de embajadores del reino llamado Tucma, que los españoles llaman Tucman, que está a doscientas leguas de las Charcas al sureste”. Pidieron a Viracocha que los pusiera bajo su protección, y le ofrecieron productos de esos parajes, exaltando la fertilidad de su suelo.

Primer busto

En ocasión de las fiestas tucumanas del Centenario de la Independencia, en 1916, el gobernador de la Provincia, doctor Ernesto Padilla, quiso rendir homenaje al singular cuzqueño. Hizo entonces confeccionar un busto en bronce del personaje (por cierto que con rasgos inventados, por no existir retrato auténtico) y lo emplazó en una zona muy poco habitada por entonces: la intersección de la avenida Mate de Luna con el Camino del Perú.

Lo colocó más o menos donde hoy se encuentra el Cristo modelado por Santiago Chiérico, sobre un pedestal. En la base, una gran placa de mármol decía: “Garcilaso de la Vega –Inca- Primer Historiador del Tucumán”. La efigie se descubrió el 11 de julio de ese año, y sin duda dio un sentido americano a los festejos del Centenario, tan dignos y memorables a pesar de la mezquina contribución del Gobierno Nacional.

Degüello a lazo

Sin duda, lejos estaba el doctor Padilla de imaginar el destino que estaba reservado al “primer historiador del Tucumán”, en los años inmediatos por venir. Una mañana de 1920, el busto apareció degollado. Durante la noche, un grupo de inadaptados, a los que nunca se identificaría, enlazó la cabeza del Inca –según la crónica de “El Orden”- y se la arrancó.

No faltaron las conjeturas populares más diversas sobre los móviles del atentado. Hubo quienes consideraron que iba más allá del simple vandalismo: que era obra de exaltados radicales y que tenía intención política. Decían que los depredadores habrían considerado que el Inca Garcilaso de la Vega era antepasado de un notorio dirigente conservador de la época, el doctor Abraham de la Vega…

Por esos años, el joven escultor tucumano Juan Carlos Iramain iniciaba su trayectoria. Cuando se enteró del destrozo, se abocó a la tarea de modelar un nuevo busto del autor de los “Comentarios reales”. Según declaró a los periodistas de LA GACETA, quería así salvar el “prestigio cultural” de la ciudad.

Nuevo busto

“Quizás en uno de los pocos espíritus en que ese salvajismo repercutiera hondamente, fue en el de Juan Carlos Iramain. Era necesario que el Inca Garcilaso fuera honrado en nuestra ciudad. Se engolfó en la lectura de viejas historias y recorrió a los propios libros de Garcilaso de la Vega”, decía una nota de este diario. Es que Iramain “quería conservar en su retina la figura varonil del descendiente de los mandatarios del Imperio del Sol”.

En mayo de 1926, LA GACETA publicó una foto del nuevo busto –de tamaño mucho mayor al del destruido- a la vez que encomiaba el arte del escultor y ponderaba los propósitos tenidos en mira. Claro que, ejecutado el busto, había que encontrar un adquirente que pagara los honorarios de Iramain y costeara el paso al bronce del yeso terminado.

Oferta e incidente

El busto del Inca Garcilaso fue ofrecido entonces a la Municipalidad de Tucumán, apurada de fondos, como siempre. En la sesión del Concejo Deliberante donde se consideró la propuesta de compra, uno de los ediles preguntó “para qué se quería una obra tan grande”.

La observación enfureció al escultor Iramain, presente en la barra, quien reaccionó a viva voz contra la ignorante ligereza de la argumentación. La discusión se desmadró en una ruidosa batahola, tras la cual Iramain fue desalojado del edificio por la Policía.

Pasaron dos años y el escultor decidió reiniciar gestiones para que el Estado comprara su trabajo. Lo ofreció, esta vez, al Gobierno de la Provincia, y logró que se autorizara la adquisición. Resolvió entonces modelar un busto de otras características, que fue recibido por el Estado el 11 de setiembre de 1928. Ese día el ministro de Gobierno, doctor Adriano Bourguignon, visitó el taller de Iramain, acompañado por otros funcionarios.

Final con misterio

Hubo que esperar todavía tres años para que la pieza fuera vaciada en bronce. Finalmente, estuvo lista y se la colocó en el mismo emplazamiento de aquel primer busto de 1916, con una placa de piedra en la base. El acto inaugural se efectuó el 14 de febrero de 1931, y contó con la presencia del interventor federal, doctor Tito Luis Arata.

Pero la efigie del Inca Garcilaso de la Vega parecía estar marcada por la mala suerte. Cierto día, sobre fines de la década de 1950 y sin eco periodístico, la pieza desapareció de su pedestal. No se sabe si lo retiró la Municipalidad (ni su paradero, en ese caso) o si lo robó alguien. A nadie pareció importarle demasiado, y es posible que ni siquiera se dieran cuenta del hecho.

Ya no se intentó reemplazar el busto. Lo que se podía advertir –fijándose bien- durante algún tiempo, es que pedazos de la placa de piedra con inscripción, habían sido utilizados para remendar la vereda de una de las ochavas.

El destino final de esa escultura en bronce es –al menos según nuestras noticias- un misterio hasta hoy. Uno de los tantos que encierra la ciudad.

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