Ralph Ellison y William Burroughs: dos centenarios, dos rumbos

Ralph Ellison y William Burroughs: dos centenarios, dos rumbos

Trayectorias totalmente diferentes, ilustran lo que Francis Scott Fitzgerald llamó “la inagotable variedad de la vida”. De origen dispar y cultores de estilos muy distintos, la búsqueda existencial los acerca, como se advierte en sus obras emblemáticas: Hombre invisible (1952), de Ellison, y El almuerzo desnudo (1958), de Burroughs

SENDEROS QUE CONFLUYEN. Ellison y Burroughs fueron dos buscadores de lo esencial. la gaceta / foto de oscar ferronato SENDEROS QUE CONFLUYEN. Ellison y Burroughs fueron dos buscadores de lo esencial. la gaceta / foto de oscar ferronato
21 Diciembre 2014

Por Eugenia Flores de Molinillo - Para LA GACETA - Tucumán

No elegimos a nuestros padres, ni a nuestra raza, ni a nuestra patria; suceden, sea por amor, por odio, por las circunstancias, por el destino. Pero nos convertimos en escritores porque así lo queremos, así lo elegimos. (Ralph Ellison)

Me he convertido en un poeta sombrío: pensamientos sombríos, ojos sombríos, sonrisa sombría. (William S. Burroughs)

Ralph Ellison y William Burroughs fueron escritores notables. Ambos nacieron en EEUU, en 1914, creíamos, pero hace poco se supo que Ellison era de 1913: el largo error nos autoriza a reunir sus centenarios.

Ralph Waldo Ellison. Sólo tres letras diferencian el nombre del muchachito negro de Oklahoma City, Oklahoma, del de Ralph Waldo Emerson, el gran pensador decimonónico, autor de páginas perdurables sobre la confianza en uno mismo y el amor a la libertad y a la naturaleza. Los padres de Ellison, hijos de esclavos, inocentes de violencias posteriores, pensaron que el progreso del negro en la sociedad blanca debía gestarse en el interior de cada persona “de color”, según el eufemismo de esos años. La suma de esfuerzos individuales los haría respetables. Huérfano de padre a los tres años, su madre lo impulsó a la música, arte que siempre amaría. Inquieto, ecléctico en sus intereses, partió a New York. Reseñó libros, entre ellos uno de Richard Wright (1908-1960), patriarca de la literatura negra en EEUU, famoso autor de Los hijos del tío Tom (1938) e Hijo Nativo (1940), quien lo animó a publicar.

Ellison marcaría un cambio en el espíritu del discurso afroamericano. No se detiene en historias sureñas sobre la impune victimización del negro ni en personajes inarticulados y rústicos a fuerza de marginación. Le interesa aquél que procura liberarse y emerger con la convicción de que su dignidad merece tal esfuerzo, y que ese rescate es su responsabilidad. Ellison ocupa así una posición pivotal entre la queja de Wright y el abordaje más generalizado de James Baldwin. Ralph escribe numerosos ensayos y artículos. Trabajó hasta su muerte en una saga inconclusa y publicaría una sola novela, El hombre invisible, que ganó el National Book Award de 1953. Allí no se solaza con folclorismos estériles. Una nostalgia neoyorkina por la batata asada del Sur revela el lugar que ese Sur ocupa en su mente, lejos de redentores de la raza o de trasnochadas manifestaciones de violencia anti-blanca. En Ellison, el camino a la libertad pasa por la autoestima y el orgullo de la identidad. La estructura episódica del texto enfatiza el ritmo de esa búsqueda, siempre marcado por alguna circunstancia que denuncia la situación del afroamericano en la sociedad estadounidense: el protagonista, exitoso en sus estudios, gana una beca, pero en la fiesta de graduación, organizada por los benefactores blancos, deberá divertir al público peleando, con los ojos vendados, contra sus propios compañeros de promoción. Cada paso trae un antagonista, pero también un aliado, hombre o mujer, que lo ayuda a seguir. La tensión del desafío y la imposibilidad de alcanzar su meta lo hacen sentir invisible, inadvertido por quienes ignoran su simple ambición de vivir en paz. La hipocresía, la lucha por el poder, el materialismo, infectan las relaciones humanas y dejan sólo frustración en la sensibilidad del joven, cuyo nombre nunca sabemos.

El profeta de la contracultura

William Seward Burroughs encarna las líneas matrices del ser estadounidense. Madre sureña, Laura Lee, familiar del General Robert E. Lee, y padre yankee, hijo de William Seward Burroughs, adinerado inventor de las máquinas de calcular. Crece Billy, pues, desde su cuna de oro y su cuchara de plata hasta llegar a Harvard, donde hará amigos que marcarán su vida.

Con Allen Ginsberg y Jack Kerouac iniciaría una larga hermandad intelectual y vivencial, nada convencional por cierto. Habría otros: entre ellos, Gregory Corso, Lawrence Ferlinghetti, Herbert Hancke. La generación beat, se autodenominan, y su ideario parte de obras que el grupo considera esenciales para la formación de una conciencia artística: Yeats, Kafka, Auden, Spengler, conforman una visión nueva: la decadencia de la civilización y el peligro de la guerra atómica. Steven Watson resume su credo: 1) La auto-expresión sin censura es la semilla de la creatividad. 2) La conciencia del artista se expande a través de medios no-racionales: drogas, sueños, alucinaciones y visiones. 3) El arte está más allá de la moral convencional. “El mundo superior y más creativo es el mundo de los artistas”, escribió Ginsberg en su diario en 1944, y cuando releyó esta línea 50 años después, dijo “Todavía pienso lo mismo”.

“El profeta de la contracultura”, lo llama Carlos Gamerro. Así fue. El interés de Burroughs por las drogas y por una vida libre de ataduras formales anuncia los movimientos juveniles que durante los años 60 florecieron –literalmente, por lo del “flower power”– y se exportaron a Europa, epitomizándose en el Mayo Francés.

El almuerzo desnudo se publica en 1959. ¿Línea argumental? ¡Apenas existe! Bueno, podemos decir que es “no-lineal” o que el “argumento” es un tanto inasible. Lo que sucede no siempre surge de lo que precede, y se podría alterar el orden de varios de los episodios sin que la diégesis sufriera. ¿Eje narrativo? El narrador-protagonista, William Lee, alter-ego del autor, va de EEUU a México y de allí a Tánger. Pero las fronteras nebulosas, las terribles distopías, el lenguaje abigarrado y el distanciamiento de la realidad dan a los personajes rasgos caricaturescos, tan cargados de excesos como el narrador. Un periplo iniciático. Conoce gente, ve y vive proezas sexuales, o más bien homosexuales. La sátira a los sistemas políticos evidencia aversión al totalitarismo. Mata a dos policías. En secuencias narrativas discontinuas y algo confusas, por no decir pesadillescas, Lee sigue huyendo, y el texto continúa su formulación fragmentaria y acelerada. ¿Conclusión? No. La escritura, simplemente, se detiene en cierto momento.

La huida de Lee metaforiza el disgusto de Burroughs por la sociedad de consumo, la burocracia, el hedonismo y la sed de poder. Temática y lenguaje, insolentemente crudos. Escenas de pedofilia que sacuden cualquier sensibilidad. El libro se prohíbe en Los Ángeles y Boston. Testimonian Allen Ginsberg y Norman Mailer, y la Corte de Apelaciones decide que el libro no viola los estatutos vigentes sobre obscenidad. Ginsberg ve en Burroughs un autor religioso: “… En El almuerzo desnudo hay una sensación de que el alma está siendo destruida…”, dice, y “es una visión de cómo actuaría la humanidad si el hombre se divorciara totalmente de la eternidad”.

Un mundo que se derrumba

Ellison y Burroughs, coetáneos, separados por fuerzas que no manejan. Sin duda supieron uno del otro y se leyeron mutuamente: en sus largas vidas –Ellison muere en 1994 y Burroughs en 1997– tuvieron tiempo. Ambos se saben parte de una tradición enriquecida por grandes escritores: Ellison menciona a Emerson, a Whitman, a Twain. A sabiendas o no, la primera palabra de su novela es “I” (yo), y la última es “you” (tú), como en Canto a mí mismo, y Burroughs usa las enumeraciones tan caras a Whitman. Como adolescentes, los vaivenes sociales sin duda los tocaron. En 1929 andaban por sus 15, 16 años, y habrán oído ecos del estrepitoso fin de “los años locos” estrellándose contra Wall Street, prologando la Depresión. Los adultos hablaban de urgencias y tiempos nuevos. Esa era la realidad: la tierra de la leche y la miel era el valle de cenizas que Fitzgerald pinta en Gatsby y la tierra baldía que Eliot poetiza. La crítica corrosiva de Burroughs trasluce verdades en su terrible mirada de inquisidor laico que admite estar manchado por la misma lacra que denuncia. El almuerzo desnudo da como hecho la Tercera Guerra Mundial, y Gamerro ve que no se trata “de un mundo otro –el de las alucinaciones o los sueños– sino éste, pero visto con ojos no velados”.

Ellison, marginal por su etnia, quiso ser un factor activo de la cultura estadounidense. Su ideario comunista, antes de la desilusión, fue un impulso lírico de integrarse para lograr cambios sociales. La aceptación buscada llegó con el National Book Award, que abrió puertas y amplió contactos. Burroughs, en cambio, hijo del privilegio, buscó ser un marginal, desdeñando los valores del establishment.

No hay coincidencias en la estética literaria de estos escritores –Ellison modernista, Burroughs postmoderno–, y el personaje de Ellison habla de “actuar”, con proyección de futuro, mientras el protagonista de El almuerzo desnudo se deja llevar por impulsos más allá de su voluntad. Sin embargo, ambos plasman literariamente la visión de un mundo que se derrumba.

© LA GACETA

Eugenia Flores de Molinillo - Profesora de Literatura norteamericana de la UNT.

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