Pink Floyd: 12 apuntes sobre un disco elegante e innecesario

Pink Floyd: 12 apuntes sobre un disco elegante e innecesario

Una hora de música instrumental grabada hace 20 años más una nueva canción: “Louder than words”. Así se hace un N° 1 en 2014.

LA TAPA DEL DISCO LA TAPA DEL DISCO

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No puede decirse que “The endless river” es el sonido Pink Floyd del siglo XXI, sencillamente porque Pink Floyd no existe como banda desde hace 20 años. El disco es entonces un truco lujoso y sofisticado, casi el capricho de un niño rico si no fuera porque hay a la vuelta un negocio descomunal. Una hora y chirolas de música instrumental matizada por un único tema nuevo, “Louder than words”, que habría encajado sin desentonar en un trabajo solista de David Gilmour. Una experiencia ambient con más guitarras y menos texturas que las habituales en, por ejemplo, los viajes sonoros de Brian Eno. Según Gilmour, el material -20 horas de música- había quedado guardado tras la grabación de “The division bell”, el verdadero canto del cisne de Floyd. Subrayan los detractores que “The endless river” es un cuidadoso rejunte de tomas descartadas para ese disco. Y sí, “The endless river” tiene mucho de eso. Un bonus track extenso y delicado para fans, despellejado por los críticos aquí y allá. Es, de paso, el disco más esperado del año.

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Lo que queda de Pink Floyd a esta altura de la historia es el binomio Gilmour-Nick Mason. Curioso devenir el de Mason, único miembro de la banda con asistencia perfecta en todos los discos y conciertos oficiales de Floyd. Eso lo torna el corazón de la banda. Mientras Mason lata, latirá Floyd. Mason era una de las víctimas de las rabietas de Roger Waters, quien más de una vez le dijo que era un baterista del montón y amenazaba con reemplazarlo. Pero ahí está Mason, saliendo de garante en las decisiones artísticas de Gilmour, el hombre que corta el queso.

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Según Gilmour, “The endless river” es un tributo a Rick Wright. El cáncer acabó con Wright en septiembre de 2008. Fue el fin de fiesta para el más silencioso de los integrantes de Floyd, un músico talentoso y definitivamente subvalorado cuya influencia en la banda quedó anulada bajo la sombra de Waters. Tras la inmolación de Syd Barrett, fundador y eje del grupo, Wright quedó en igualdad de condiciones con el resto. Hay una joya en YouTube: Floyd interpreta en vivo “Remember a day”, con Wright en voz y rol protagónico excluyente. Pero en la dinámica interna de una banda que contaba con Waters y Gilmour era necesaria una personalidad muy fuerte para contrarrestar semejante avasallamiento artístico. Y a Wright le gustaba más escaparse a navegar por el mar Egeo que pelearse con Waters. Prefirió bajar el perfil, concentrarse en pequeñas y valiosas contribuciones (“The great gig in the sky” es su obra maestra) y tocar como los dioses el órgano Farfisa. Waters terminó echándolo durante la tempestuosa grabación de “The Wall” y Gilmour lo recuperó para la causa cuando armó el Floyd sin Waters de “A momentary lapse of reason”. Ese es Wright, el creador de la mayoría de las melodías que se escuchan en “The endless river”.

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Porque no puede hablarse de canciones en el análisis de este (¿último?) álbum de estudio de Floyd. Son ideas, retazos, experimentos, collages sonoros, juegos musicales que Gilmour mantenía bajo llave, seguramente con la intención de exhumarlos en el momento oportuno. Lo inesperado fue convertir ese corpus de sonidos en otra pieza de la discografía oficial de la banda. La suma de esas partes es “The endless river”. Gilmour limpió las maquetas con las que habían estado probando durante el proceso de “The division bell”, les añadió sus inimitables fraseos, sin exagerar ni empalagar con los arreglos de guitarra, y redujo las 20 horas a poco más de 60 minutos.

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Además de brillante, Gilmour es muy inteligente. Siempre supo rodearse de gente talentosa para sacar adelante sus proyectos y para “The endless river” apeló a la ayuda justa. En la producción metieron mano Phil Manzanera, Youth (uno de los seudónimos de Martin Glover, personaje que merece un artículo en sí mismo) y Andy Jackson, que a la vez ofició de ingeniero de sonido. Guy Pratt, Bob Ezrin y Jon Carin, apéndices oficiales del universo Floyd, contribuyeron a llenar los paréntesis con bajos y teclados. Durga McBroom, otro satélite de la banda, Louise Marshal y Sarah Brown pusieron los coros.

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Gilmour agrupó los temas en cuatro bloques, marcados por los distintos climas que transmite la música. En “It’s what we do” y el bonus-track “Nervana” se distingue un mayor pulso rockero, a caballo de la guitarra; mientras que “Sum” pudo haber sido una apertura más feroz y contundente para “The division bell” que el arreglo de piano elegido 20 años atrás. La atmósfera de “The endless river” remite sin escalas a “Broken China”, el disco solista que Wright editó en 1996, apenas Pink Floyd concluyó “P.U.L.S.E.”, la gira que coronó “The division bell”. Se nota la contemporaneidad de las ideas musicales en la elección de la pared sonora, sintetizadores profundos, notas sostenidas. Música confortable y espacial. Cómodas y agradables sensaciones provenientes de un trasfondo etéreo. Pero, ¿esto es rock and roll? O mejor dicho, ¿está a la altura de una de las bandas más influyentes de todos los tiempos? No.

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Con lo que llegamos a “Louder than words”, la canción que rompe el esquema. La única composición nueva, la única que escapa al modus operandi exclusivamente instrumental de “The endless river”. Waters escupió fuego cuando salió “The division bell” y una de las muchas razones de la pataleta fue la aparición de Polly Samson en los créditos. “¿Una canción de Pink Floyd firmada por Polly Samson? Dios”, dicen que dijo Waters. Samson es la esposa de Gilmour, a la sazón novelista y poeta. Samson escribió la letra de “Louder than words” y su marido la cantó, así que la lógica demandaría otra reacción yokoonoinesca de Waters. O no. Ya es gente grande.

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La cuestión es que “The endless river” es número uno en los charts de Inglaterra y de casi todo el resto de Europa. Es más; el disco había batido el récord de pedidos anticipados en Amazon mucho antes de ver la luz. Lo que es la vida: esa marca le pertenecía a One Direction. Difícil imaginar dos concepciones de la música tan diferentes como las que enarbolan Pink Floyd y One Direction. Es posible que los padres de algún fan de One Direction no hubieran nacido cuando Barrett formó Floyd a mediados de los 60. Eso habla de la vigencia de Floyd, cuyos seguidores forman parte de distintas generaciones y pertenecen a grupos etarios que siguen sacando su dinero del bolsillo para meterlo en el de los músicos. Se entiende entonces el valor que representa un disco con material nuevo de Pink Floyd para una industria discográfica que sigue buscando herramientas que le permitan sobrevivir. A las nuevas oleadas de consumidores ni se les ocurre pagar por un CD o una película; están educados en la certeza de que los bienes culturales son un derecho gratuito que internet sirve en bandeja. Que Pink Floyd -imaginen los Beatles- publique un trabajo con material inédito es una mina de oro en tiempos en los que encontrar oro equivale a desarrollar alguna app revolucionaria.

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Puede que “The endless river” hubiera servido como un formidable disco de extras de “The division bell”. Se les pasó hace 20 años, pero siempre hay tiempo para sacarle el jugo a una marca registrada como la de Floyd. No está el saxo de Dick Parry (Gilad Atzmon lo toca muy bien en “Anisina”) ni el diseño de arte de Storm Thorgerson, fallecido en 2013. El artista egipcio Ahmed Emad Eldin dibujó un bote surcando las nubes. Flotando, como flota el chill out hiperproducido de “The endless river”. Todo flota, explicaba el payaso de “It”.

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“Summer 68” es una canción que Wright escribió y cantó en el lejano álbum “Atom heart mother”. Aquel de la vaca en la tapa. Una de las melodías de “The endless river”, tal vez la más solemne, se llama “Autumn 68”. De esa clase de secuelas-homenajes se nutre el disco. Las campanas de “High hopes” son las mismas del inicio de “Louder than words”, del mismo modo que se escuchan las distorsiones de “Keep talking”. En el medio de tantas reminiscencias, de tanto anclaje y de sensación de territorio conocido y revisitado, se escuchan la voz sampleada de Stephen Hawking y los coros femeninos que tanto le gustan a Gilmour. Todo muy cuidado, inmaculado en el registro.

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Escuchar la música de Pink Floyd siempre exigió un esfuerzo del oyente, equiparable al que implica hoy leer un texto que exceda los 140 caracteres. Las canciones de Floyd, el concepto de sus creaciones, propone la densidad y el goce de una novela. Aún en los tiempos en los que la banda paraba la olla componiendo soundtracks y soltaba retazos sonoros (como los que se encuentran en “More”). El carácter tan particular de “The endless river”, cocinado bajando ingredientes de los anaqueles sonoros que nutrieron “The division bell”, desarticula esa tradición. Hay piezas en el disco que equivalen a tuits.

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Gilmour convirtió su barco (el “Astoria”) en un estudio de grabación de fantasía. El sueño del pibe. Ahí se cocinó “The endless river”. Otra metáfora de la navegación, de Wright surcando aguas plácidas, lejanas y desconocidas; de Waters como un Caronte inapelable; de Barrett ahogado y renacido en un espíritu juguetón de las profundidades. Claro que de aquel Pink Floyd hipnótico, disruptivo y poderoso sólo queda una elegante estela. El tiempo es cruel y no perdona.

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