Escrito con agua
Existe en China una pequeña ciudad llamada Hangzhou, en donde la vida transcurre de manera singular. Allí -según cuentan los que la visitaron- hay más escuelas que comercios, la gente es exageradamente amable y la naturaleza está presente en cada rincón con una armonía prodigiosa. Pero además, en esa ciudad sobrevive una costumbre que asombra: los hombres -sobre todo los ancianos- suelen pasar largas horas escribiendo con agua en el piso de los parques y en las veredas de las plazas. Concentrados y casi etéreos, trazan con un pincel de esponja delicados poemas que se evaporan momentos después por efecto del sol. Son, de alguna manera, ideogramas efímeros cuya belleza radica justamente en el trabajo que requiere su hechura. A menudo, estos sabios chinos reflexionan sobre la vida y hasta resuelven problemas durante ese momento de escritura mágica. Porque escribir a mano es verdaderamente un acto mágico. Una actividad que roza lo sagrado, como advertía Pablo Neruda.

Por eso no se entiende que en nuestra sociedad -dominada por el consumismo más feroz- la escritura en cursiva esté sufriendo el escarnio del olvido. No sólo ha dejado de enseñarse en las escuelas, sino que además se está dejando de practicar en cada uno de los ámbitos de nuestra vida. Y no es un desvarío absurdo. De hecho, los alemanes fueron los primeros en dar la voz de alarma hace un par de años: la caligrafía que alimentó la poesía de Rainer Maria Rilke (esa que centellea en los versos “¿Cómo sujetar mi alma / para que no roce la tuya?”) ha comenzado ya a perecer a mano de las notebooks, las tablets y los smartphones. Y la realidad en la Argentina no es distinta: según los expertos, uno de cada tres adultos no ha escrito nada a mano en los últimos seis meses y muchos adolescentes (los tan mentados “nativos digitales”) ni siquiera llegan a dominar el “arte” de la cursiva. Presumiblemente porque no les hace falta. A medida que las escuelas, colegios y universidades se digitalizan, la escritura manual es cada vez menos requerida. De hecho, tomar nota en las clases puede sustituirse fácilmente con un celular y hasta se puede transcribir sin siquiera usar una lapicera. Frente a este fenómeno, ¿qué actitud se debe tomar? ¿Resistir o sumarse al cambio?

Hay quienes sostienen que la escritura mecánica tiene ventajas obvias: la velocidad y la claridad son las fundamentales. Bastaría preguntar a un profesor qué es lo que prefiere ¿corregir trabajos manuscritos o procesados en Word? La respuesta parece más que evidente. Sin embargo, la escritura a mano posee un toque personal insustituible: cada cual tiene su propia caligrafía que, incluso, sirve hasta para identificarnos. Antes de la revolución digital, por ejemplo, de un amigo reconocíamos la voz, el andar a lo lejos y... su modo de escribir. Hoy, este sello particular está diluido. Nuestros escritos producidos con la PC son tan iguales que pueden pertenecer, también, a muchos otros. En este sentido, los neurolingüistas son contundentes: no hay ninguna duda de que, en un niño normal, la lectura se ve fuertemente reforzada por la escritura porque la codificación de lo que se lee se completa con el gesto. Se completa y se refuerza. Es decir que la caligrafía ayuda a fijar conceptos.

Pero tal vez sea el autor de “El nombre de la rosa”, Umberto Eco, quien hizo el aporte más rotundo: “El arte de la caligrafía educa el control de la mano y permite reflexionar con más profundidad sobre lo que se escribe”. Es decir: Eco le está dando la razón a aquel viejito chino que escribe con agua mientras intenta -y no es exagerado decirlo- comprender el universo. Por eso, el semiólogo propone que así como en la era del avión se siguen tripulando barcos a vela, sería bueno que se educara a los niños desde la infancia en comprender que la escritura es el lenguaje del alma y representa un ejercicio al cual no se puede renunciar. Un ejercicio que también deberíamos recuperar todos los que decidimos abandonar la belleza por la velocidad; la artesanía por la eficiencia y la poesía por la mendaz realidad del consumismo desmedido.

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