Verdi y un canto fúnebre que eleva el espíritu de los vivos

Verdi y un canto fúnebre que eleva el espíritu de los vivos

TUTTI. Los solistas, la orquesta y el coro, una multitud en una gran partitura. la gaceta / foto de hector peralta TUTTI. Los solistas, la orquesta y el coro, una multitud en una gran partitura. la gaceta / foto de hector peralta
No hay dudas de que a Giuseppe Verdi le pegó fuerte la muerte de su amigo, el escritor Alessandro Manzoni. A su memoria compuso, en 1874, el Réquiem que se escuchó en el Teatro Alberdi, en la apertura del XVI Julio Cultural y en adhesión al Centenario de la UNT.

Un sobrecogedor silencio, a lo largo de casi una hora y media, refrendó desde el retumbar insistente del Dies Irae hasta la emoción pura del Libera Me. Bien, porque Réquiem (descanso en latín) es la misa de difuntos de la religión católica, un ruego por el alma del fallecido. Pero Verdi se propuso no sólo honrar a Dios y a los muertos sino ante todo elevar el espíritu de los vivos.

Lograda versión la de Ricardo Sbrocco al frente de su Coro Estable y de su Sinfónica universitaria. Bien contrastada entre los apocalípticos Dies Irae y los dulces Ingemisco, Recordare o Lux aeterna; integrados la orquesta, el portentoso coro (que disfruta intensamente de la obra y se esmera) y las cuatro voces solistas. Matices, momentos grandiosos, emoción mantenida entre el inicio, imperceptible, y el final suspendido, que hace dudar si hay que levantarse a aplaudir.

A los solistas Verdi les da oportunidades para destacarse. La soprano Patricia Aguirre las aprovechó con solvencia, pero la que descolló y ganó por seguridad, hondura y expresividad fue la mezzosoprano Virginia Correa Dupuy. Difícil olvidar su Lacrimosa y su Lux aeterna. El bajo Marcelo Opedissano, cada vez mejor, y el tenor Carlos Duarte atravesó con profesionalismo ciertas dificultades de salud con su voz. El subtitulado, ininteligible, pero al cabo prescindible ante tanta acción en el escenario. Al final, cuando el director canceló -tanta- música el aplauso vino in crescendo.

Bernard Shaw apostaba a que que el Réquiem sería lo único de Verdi que pasaría a la posteridad. Se equivocó, pero no en la valoración de la obra que reúne todo el compendio verdiano. La partitura es tan ambiciosa que da representación concertante más que liturgia. Sus siete partes discurren por el misterio de la vida, el gozo y el dolor, y no quieren hundirse en la tristeza sino conducirnos a la esperanza y a la luz.

Dicen que Verdi no llegó a escucharlo, pero puede descansar en paz: su Réquiem crece en el tiempo, y escuchar su interpretación en vivo, por tantos músicos -nuestros- sumergidos en tan enorme partitura es una experiencia única.

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