Tal vez sea por cómo suenan sus palabras, como si las trajera del pecho, desflemadas, atragantadas, arrastradas, roncas, masticadas. O porque transmite con la boca pegada al metal del micrófono. O porque uno supone que tiene las venas del cuello hinchadas, de tanto que ha gritado. O porque pretende decir que ahí está parado fulano, que viene el centrooo... y goooooooool como quien pudiera contar las cosas a la misma velocidad en que suceden. El relator de fútbol es para las mujeres, en su gran mayoría, como un dolor de cabeza.
He ahí una de las razones por las que a nosotras nos disgusta el fútbol -dicho en nombre de las que se sienten identificadas-. Tampoco nos gusta mirarlo por televisión. Quizá si el partido fuese más corto, podríamos ver un juego completo. Si cada tiempo durase siete minutos y medio, digamos.
Otra razón que atisba la irritación es la actitud de los caballeros frente al televisor. Si comúnmente parecen caballos con anteojeras, cuando ven a esos 22 tipos corriendo detrás de una pelota menos aún para que se ocupen del niño que llora. Además, son las mujeres las que limpian los botines embarrados de sus hijos.
Pero cuando llega el Mundial es distinto. Entonces, las extremistas nos convertimos al evangelio del fútbol. Cada cuatro años, tenemos la oportunidad de ponernos en los zapatos de quienes todos los domingos pierden el sentido del ridículo apenas se calzan una camiseta.
Desde ahora, la consabida separación entre unas y otros puede que ingrese a una tregua. Porque el fúbol es así. Hay que reconocerlo. Cada cuatro años nos convierte a su credo. Nos hermana. Nos saca a la calle a festejar. Nos hace cantar y hablar de lo mismo. Nos viste iguales. Y con eso basta para perdonar a los relatores radiales, ¿no? Porque el fútbol es así: una pasión.
He ahí una de las razones por las que a nosotras nos disgusta el fútbol -dicho en nombre de las que se sienten identificadas-. Tampoco nos gusta mirarlo por televisión. Quizá si el partido fuese más corto, podríamos ver un juego completo. Si cada tiempo durase siete minutos y medio, digamos.
Otra razón que atisba la irritación es la actitud de los caballeros frente al televisor. Si comúnmente parecen caballos con anteojeras, cuando ven a esos 22 tipos corriendo detrás de una pelota menos aún para que se ocupen del niño que llora. Además, son las mujeres las que limpian los botines embarrados de sus hijos.
Pero cuando llega el Mundial es distinto. Entonces, las extremistas nos convertimos al evangelio del fútbol. Cada cuatro años, tenemos la oportunidad de ponernos en los zapatos de quienes todos los domingos pierden el sentido del ridículo apenas se calzan una camiseta.
Desde ahora, la consabida separación entre unas y otros puede que ingrese a una tregua. Porque el fúbol es así. Hay que reconocerlo. Cada cuatro años nos convierte a su credo. Nos hermana. Nos saca a la calle a festejar. Nos hace cantar y hablar de lo mismo. Nos viste iguales. Y con eso basta para perdonar a los relatores radiales, ¿no? Porque el fútbol es así: una pasión.








