Una esquina suiza en las sendas de Tafí

La existencia nómade del artesano suizo Hamburger terminó en los Valles Calchaquíes. Llegó hace 30 años y allí vive desde entonces.

EN EL EXTERIOR. El jardín del artesano suizo está poblado de plantas de especias, verduras, animales, menhires y un pinar.  la gaceta / fotoS DE DIEGO ARÁOZ EN EL EXTERIOR. El jardín del artesano suizo está poblado de plantas de especias, verduras, animales, menhires y un pinar. la gaceta / fotoS DE DIEGO ARÁOZ
24 Enero 2014
“¡Qué puntuales, no parecen argentinos!”, bromea a modo de bienvenida Roger Hamburger. El inmigrante abre la puerta de su casa como quien descorre la cortina de una versión vernácula de su país alpino. Y allí aparece la “Suiza” que él comenzó a armar hace 30 años, cuando llegó a Tafí para quedarse. Desde entonces vive en el barrio Santa Rosa; detrás de la casa que construyó con sus propias manos hay un pinar, una huerta y animales.

Roger llegó con la democracia, en 1983. Después de andar por distintos recodos del planeta, decidió afincarse en Latinoamérica. Aunque su idea original era radicarse en Brasil, un amigo lo persuadió para que conociera los valles. “Vinimos con él en un camión. Cuando llegamos, estaba lloviendo y hacía mucho frío, aunque era verano. Nos encontramos con otros artesanos y nos alojamos con paisanos hasta que decidimos mudarnos a una casa”, recuerda Hamburger con una sonrisa. “En esa época no venía mucha gente y tampoco había demasiados artesanos. Éramos cinco y casi no había negocios”, detalla.

El suizo empezó trabajando con cuero. Después, se pasó a la platería, que es lo que hace hasta hoy. “Aprendí con un artesano de acá y los diseños son locales”, precisa.

“En invierno no había casi nada: no quedaba un alma. Estaban el cura Hugo Lamaison; la (estación) YPF; el Gaucho Sosa; (la hostería de) Atep, El Rancho de Félix y fuiste (sic). Ibas a las ocho de la tarde al pueblo y encontrabas un ambiente fantasmal. Además, la gente partía a la zafra. Cerraban las ventanas de su casa con adobe y no quedaba nadie”, insiste.

Aunque la demanda de artesanías era escasa, las compras de los turistas de Buenos Aires que de vez en cuando llegaban en grandes colectivos le bastaban para subsistir. Gracias a sus primeros ingresos, Roger y su ex esposa lograron levantar su pequeña casa. Él mismo se encargó de poner el adobe, los troncos, las tejas y las piedras para crear su hogar con impronta de Zurich.

“Al principio era bien chiquita; después la fuimos ampliando. En esa época no había ni agua ni electricidad”, relata. Los hechos a la vista avalan las palabras: el techo negro de la cocina muestra que el fuego para cocinar se hacía adentro de la casa y el pozo que Hamburger cavó en el jardín prueba que las cañerías son relativamente recientes.

Aunque su pasado parece duro, el artesano asegura que lo disfrutó. “Invitábamos gente a la casa e intercambiábamos información del mundo con los viajeros”, explica (claro, no había Internet ni radio). Y añade: “siempre invitábamos a mochileros, que venían acá en vez de ir al camping. Los trotamundos son piolas, te ayudan con la casa. Es lindo”.

En esa época Hamburger y todos los tafinistos se movían a caballo o a pie. “Había sólo dos taxis. Uno de ellos, el de don Aurelio, llevaba a los chicos a la escuela. Había que ir a buscarlos a la casa porque tampoco disponíamos de teléfono”, expresa.

Después, la familia se agrandó y Hamburger decidió ampliar el negocio. Entonces abrió un local en la avenida Perón, donde ahora está Popey, al que llamó La esquina Suiza. Gracias a ese negocio, que permaneció abierto 15 años, educó a sus cuatro hijos. Dos de ellos hicieron el camino inverso y se mudaron a Suiza. “Lunita”, su única hija mujer, abrió el café Flor de Sauco, donde pone en práctica el talento para la cocina que heredó de su padre (los jueves, Flor de Sauco ofrece el 20% de descuento con el Club LA GACETA).

En el terreno de Hamburger hay plantas de especias, una pequeña huerta, gallinas y un cordero. Ahí tiene casi todo lo que necesita, por lo que no necesita bajar seguido a la villa, que, según observó, crece desproporcionadamente. “Aumenta la gente, pero no la infraestructura”, dice sin quejarse. “Yo ya puedo pisar el freno y disfrutar”, agrega. Esta vez es el silencio es el que avala sus palabras.

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