Miércoles, 7 de la mañana. El sol empieza a calentar. Un perro marrón deambula por la calle. Olfatea los pantalones de los feriantes, que llevan y traen bolsas. Arman gazebos, extienden tablones y en pocos minutos los puestos se esparcen como una una telaraña frente a la vieja estación del ferrocarril de Concepción.
El ritual se repite todos los miércoles y sábados, en las dos primeras cuadras de la calle Heredia y en las cuadras aledañas. Lo que nació hace casi 100 años como una feria temática, que se destacaba por la venta de productos rurales -directo del campo a la gente- hoy se acerca más al modelo de las polémicas “saladitas” y por eso las autoridades están buscando cómo revalorizarla.
En realidad, en la feria conviven distintas situaciones. Por un lado están los puestos más tradicionales, que tienen sobre sus tablones productos regionales y otros casi imposibles de conseguir en cualquier sitio. Ofrecen huevos caseros, tortas de novia, arrope de tuna, alfeñiques y cigarros en chala.
Pero, por otro lado, con el correr de los años se fueron instalando puestos que venden las mismas mercaderías que se pueden conseguir en cualquier feria o puesto ambulante: camisetas de Messi, remeras de Violetta y conjuntos deportivos truchos, zapatillas, ojotas, lencería, artículos de blanco (toallas y sábanas nuevas), vajilla, coloridos juguetes para niños y CD truchos. Jaulas con conejos, loros habladores y catitas también son parte del menú de este tradicional mercado. Bajo telas tipo media-sombra se mezclan los puestos de verduras y hay una carnicería (con exhibidoras incluidas).
La situación se desbordó tanto que el municipio hizo un replanteo, que va desde la reubicación de la feria hasta la recuperación del perfil que siempre tuvo este mercado. (Ver “Los puestos dejan las calles....”)
“La feria le hizo muy bien a esta ciudad y sigue siendo un gran atractivo para los vecinos, pero ahora es un desorden. A la tarde, cuando se van todos, las calles quedan llenas de basura. Es un asco”, se quejó Gustavo Salas, vecino. La suciedad es uno de los principales problemas de la feria. Quienes viven en la zona o tienen comercios han presentado reiteradas denuncias en la Municipalidad pidiendo que la trasladen a otro sitio. Desde hace muchos años, las autoridades lo intentan, pero los feriantes resisten.
Con el oficio en la sangre
En total, hay unos 50 puestos. A veces son más. Algunos feriantes provienen de otras ciudades o poblados del sur. La gran mayoría son de Concepción y llevan su oficio en la sangre: son hijos o nietos de puesteros.
Graciela Elena no podría imaginarse sin este trabajo. “La feria es mi vida. Es algo muy sacrificado. Tenés que estar a las 6 de la mañana armando el puesto y algunas veces lo que sacás no te alcanza para nada. Pero puedo vivir bien gracias a esto”, cuenta la mujer de 57 años, viuda y madre de tres adolescentes.
Graciela nació en Concepción y se crió con su padre, en la feria. Mantiene desde hace años el mismo rubro. Su puesto es famoso por la cantidad de especias que vende y por las tortas de novia caseras. “Las hace una vecina de Gastona”, acota. Hay vino patero, alfajores, miel de abeja, arrope de tuna y artesanías. “Sería lindo que se revalorice esta feria; que nos den un espacio especial para que vengan los turistas, como en Simoca”, sueña.
En la radio suena fuerte la cumbia. Se mezcla con la oferta de tomates: “tres kilos por $ 10”, gritan los verduleros. Son mayoría en la feria. Algunos ocupan casi media cuadra. Otros tienen apenas un carrito con cinco o seis variedades. Adrián Villacosta tiene 75 años. Nació en Bolivia y cuando cumplió 16 años se vino a Tucumán a pelar caña. Nunca más se fue. No conoce a sus padres ni a su familia. Desde hace medio siglo está en la feria. Primero le daban moneditas por acarrear bolsas. Ahora tiene su puesto. “Gracias a esto sobrevivimos”, describe Adrián, de manos ajadas y piel endurecida por el sol. El y otros feriantes no quieren que los trasladen. “La gente nos identifica con esta calle. Nos van a mandar a un predio y saldremos perdiendo”, anticipa Juan Sánchez, puestero.
De otro planeta
“Lleve, lleve el quesillo María Ester. Después, cuando tenga plata me da”, dice Marcela Velázquez. La clienta agradece. Y desparrama una sonrisa. El diálogo parece de otro planeta. Marcela, de 38 años, dice que no es tan así. “Conozco a casi todos los que vienen a esta feria. Y confío mucho en la gente de acá”, explica esta vendedora de alma, como se define. Sus padres también eran feriantes. Comercializaban verduras. Ella no. Prefirió distinguirse con productos especiales. Por eso, se levanta a las 4 de la mañana, se va al campo y busca mercadería: huevos caseros, conserva de tuna, quesos, alfajores de caña, dulces de lima y de cayote, nueces y chala de maíz, entre otras cosas.
Después de probar varios rubros, Carmela Cruz se decidió por las plantas. Su vivero, el único en la feria, es todo un éxito. Ella busca todo tipo de plantines autóctonos, árboles frutales y, por estos días de sequía, cactus.
Con cada plantín que le compran, Carmela regala un secreto para que crezca bien. Y así se destaca en una feria que de a poco va perdiendo su esencia ante la invasión de baratijas de todo tipo y color.