Patética trascendencia la que exhibe nuestra provincia: el delito y la corrupción le han ganado la partida a la cordura. Y esta penosa realidad está comenzando a encandilar el horizonte. No sólo porque ya no es posible vislumbrar una salida dentro del actual modelo -si es que hay un modelo político en marcha-, sino porque los funcionarios están comenzando a padecer el mismo destino que el príncipe Titono. Sí, porque así como la posesión de la inmortalidad genera hastío, la perpetuidad en el poder provoca rechazo y apatía. Veamos la triste historia que cuenta la mitología griega.
Titono, hijo del rey de Troya Laomedonte y hermano de Príamo y Ganímedes, había sido bendecido por una belleza arrolladora. Eos, la diosa de la aurora, se enamoró perdidamente de él, a tal punto que le rogó a Zeus que concediera a su amado el don de la inmortalidad, para que ambos puedan amarse por siempre. El rey de los dioses, que sabía que los hombres no pueden asimilar la tristeza y la melancolía de la eternidad, accedió al pedido de Eos, acaso para saldar algunas deudas pendientes. Sin embargo, guiada por la pasión, la diosa se olvidó de pedirle también la juventud eterna. Así fue como Titono y Eos se amaron sin impedimentos y tuvieron dos hijos: Memnón y Ematión. Pero los años pasaron y la vejez se fue haciendo carne en el cuerpo del muchacho. Titono, el inmortal más hermoso, fue envejeciendo sin remedio; encogiéndose, arrugándose, hasta convertirse en una criatura irreconocible. No podía morir, pero sí envejecer. Sus músculos se deformaron, su piel perdió color y se deshizo en incontables fisuras, hasta convertirse finalmente en un ser amorfo que ni siquiera era capaz de alimentarse por sí mismo. Eos lo amó hasta donde pudo; hasta donde vio en él un reflejo pálido e incierto de aquel muchacho hermoso. Pero después lo dejó abandonado a su suerte. Fue Zeus quien finalmente intervino para sacar a Titono de su agonía y le permitió transitar la eternidad bajo la figura de un grillo. Los místicos sostienen que si uno toma en sus manos a un grillo y le pregunta "¿qué deseas?", es posible que el sonido típico de estos insectos modifique su morfología, y que en cambio se escuche un murmullo lento y apagado que fue traducido así por la poetisa griega Safo (625-570 a.C): "Mori, mori, mori..."; que en latín quiere decir, "morir, morir, morir".
La moraleja de la historia es evidente. Hay dones que pueden llegar a ser una condena para los hombres. La inmortalidad es uno de ellos. Y la perpetuidad en el poder, también. Que lo diga, si no, el gobernador José Alperovich, que tras una década en el sillón de Lucas Córdoba, ya ha comenzado a padecer las consecuencias de su prolongada exposición. Las denuncias de corrupción, el endémico flagelo de la inseguridad, la descomposición de la estructura policial y la incapacidad para resolver problemas que tienen en vilo a toda la sociedad hablan de un modelo político envejecido, que no avanza ni retrocede. Que está tieso. A la espera de algo que no llega. A la espera, tal vez, de una absolución. La degradación, en cambio, sí prospera. Se expande como un río desbordado. Y quienes la auspician no enmascaran su desprecio por la miseria y el dolor de la vida humana. Todo lo contrario: se jactan de lo que hacen, ostentan su impunidad. Dicen que no sucede lo que pasa. Y al que pretenda lo contrario, se lo aprieta. Esta degradación duele en el alma. Tal como le dolía a Titono la erosión de su propia carne. Por eso, urge un cambio de costumbres. Un cambio de procedimientos. Un cambio de mentalidad. Un cambio, en suma, de cultura política. ¿Quiénes pondrán su firma al pie de un proyecto semejante? Tal vez aquellos que sueñan con un proyecto más terrenal y menos incierto. Más concreto y menos espasmódico. Un proyecto que, en definitiva, no aspire a la inmortalidad.
Titono, hijo del rey de Troya Laomedonte y hermano de Príamo y Ganímedes, había sido bendecido por una belleza arrolladora. Eos, la diosa de la aurora, se enamoró perdidamente de él, a tal punto que le rogó a Zeus que concediera a su amado el don de la inmortalidad, para que ambos puedan amarse por siempre. El rey de los dioses, que sabía que los hombres no pueden asimilar la tristeza y la melancolía de la eternidad, accedió al pedido de Eos, acaso para saldar algunas deudas pendientes. Sin embargo, guiada por la pasión, la diosa se olvidó de pedirle también la juventud eterna. Así fue como Titono y Eos se amaron sin impedimentos y tuvieron dos hijos: Memnón y Ematión. Pero los años pasaron y la vejez se fue haciendo carne en el cuerpo del muchacho. Titono, el inmortal más hermoso, fue envejeciendo sin remedio; encogiéndose, arrugándose, hasta convertirse en una criatura irreconocible. No podía morir, pero sí envejecer. Sus músculos se deformaron, su piel perdió color y se deshizo en incontables fisuras, hasta convertirse finalmente en un ser amorfo que ni siquiera era capaz de alimentarse por sí mismo. Eos lo amó hasta donde pudo; hasta donde vio en él un reflejo pálido e incierto de aquel muchacho hermoso. Pero después lo dejó abandonado a su suerte. Fue Zeus quien finalmente intervino para sacar a Titono de su agonía y le permitió transitar la eternidad bajo la figura de un grillo. Los místicos sostienen que si uno toma en sus manos a un grillo y le pregunta "¿qué deseas?", es posible que el sonido típico de estos insectos modifique su morfología, y que en cambio se escuche un murmullo lento y apagado que fue traducido así por la poetisa griega Safo (625-570 a.C): "Mori, mori, mori..."; que en latín quiere decir, "morir, morir, morir".
La moraleja de la historia es evidente. Hay dones que pueden llegar a ser una condena para los hombres. La inmortalidad es uno de ellos. Y la perpetuidad en el poder, también. Que lo diga, si no, el gobernador José Alperovich, que tras una década en el sillón de Lucas Córdoba, ya ha comenzado a padecer las consecuencias de su prolongada exposición. Las denuncias de corrupción, el endémico flagelo de la inseguridad, la descomposición de la estructura policial y la incapacidad para resolver problemas que tienen en vilo a toda la sociedad hablan de un modelo político envejecido, que no avanza ni retrocede. Que está tieso. A la espera de algo que no llega. A la espera, tal vez, de una absolución. La degradación, en cambio, sí prospera. Se expande como un río desbordado. Y quienes la auspician no enmascaran su desprecio por la miseria y el dolor de la vida humana. Todo lo contrario: se jactan de lo que hacen, ostentan su impunidad. Dicen que no sucede lo que pasa. Y al que pretenda lo contrario, se lo aprieta. Esta degradación duele en el alma. Tal como le dolía a Titono la erosión de su propia carne. Por eso, urge un cambio de costumbres. Un cambio de procedimientos. Un cambio de mentalidad. Un cambio, en suma, de cultura política. ¿Quiénes pondrán su firma al pie de un proyecto semejante? Tal vez aquellos que sueñan con un proyecto más terrenal y menos incierto. Más concreto y menos espasmódico. Un proyecto que, en definitiva, no aspire a la inmortalidad.
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