NOVELA
El imitador de dios
LUIS LOZANO
(Clarín / Alfaguara - Buenos Aires)
El imitador de Dios, ganadora del Premio Clarín 2011, es una novela muy bien escrita. Que se entienda: no se alude a un tecnicismo obvio (se descuenta que por el solo hecho de serlo, un escritor debe de escribir de forma correcta), ni a la mera exaltación de ocurrencias plasmadas en piruetas gramaticales. Más bien se alude, para ir llevando, a una cuidadosa y sutil elección de sustantivos, adjetivos, tonos, crescendos, ciframientos, sobreentendidos, etcétera.
Vale decir, a todo eso que si lograra llegar a buen puerto podría consumar, o perfilar, eso que a grandes trazos damos en llamar "estilo". Que ahí mismo ya tenemos otro dato relevante: Luis Lozano (Bolívar, 1960) es un escritor con estilo. Según Juan Cruz Ruiz,
El imitador de Dios "tiene el clima de Rulfo, el ritmo de Onetti y la pasión literaria de Cortázar". También se coligen emanaciones borgeanas y, si se tratara de buscar otras huellas, acaso se encontrarían otras influencias, guiños, impregnaciones, pero esa eventual lupa podría redundar en la antipática paradoja: en la extenuación del elogio quedaría enhiesta la omisión a la genuina impronta de los modos de Lozano.
El imitador de Dios se funda en el reencuentro de Vieytes y Gauna, viejos amigos de la secundaria, allá lejos y hace tiempo, en un pequeño pueblo bonaerense. Vieytes pone al tanto a Gauna de la idea de una obra de teatro en la que participe la totalidad de los habitantes del pueblo. La extensión del pueblo mismo hará las veces de tablas.
El argumento es difuso, o peor, desconocido, o sólo conocido por Vieytes, que dueño de singular capacidad de persuasión, logra que Gauna acepte el rol de cronista, o amanuense. En la preparación de eso que Vieytes denomina como
La Obra advienen las investigaciones de Gauna y más de cuatro hipotéticas puntas de la madeja en la que se cifran amores, desamores, traiciones, lealtades y, desde luego, las sombras de la tragedia, pero siempre en un contexto donde nada parece ser lo que es y al tiempo todo lo sugerido se insinúa más real que la propia realidad.
Así se llega a un desenlace, el de
La Obra puesta en acto, donde lejos de evaporarse las brumas del enigma cobran todavía más vigor. Y he allí el resonante valor de la novela de Lozano: consumar hasta las últimas consecuencias el suspenso prometido, y eso con un ajustado perfil de los personajes y consabido buen gusto.
Premio y calidad de escritor y de escritura no necesariamente van de la mano pero en
El Imitador de Dios resultan sinónimos. Ésta, por cierto, no es su primera novela (en 1995 publicó
El legado; y en 2005,
Una mujer sucede), pero sí la que invita a deducir que Lozano es una luminosa revelación en las arenas literarias de este confín.
Walter Vargas © LA GACETA