27 Enero 2012
Por Hugo A. Berreta

Al anochecer tomó Artemio Cruz la decisión: tenía que vengar cuanto antes la ofensa recibida y lavar su honor manchado. Además, su fama de varón de agallas, vividor y golpeador de mujeres, difundida por toda la zona del puerto, no soportaba aquella expresión sobradora y burlona que notaba en sus vecinos para con el guapo al que la compañera abandonó para unirse a otro hombre. Se vistió con sus mejores pilchas: saco y chaleco oscuros, pantalón gris a rayas y zapatos negros charolados, con taco militar; anudó al cuello el gran pañuelo blanco, acomodó en el cinto su filoso cuchillo, y salió del conventillo con paso nervioso y decidido.

Sabía de sobra que el hombre que buscaba pasaba todas las noches por la calle de la barraca, de vuelta a su bulín donde lo esperaba la ingrata. Se apostó en una esquina, bajo la mortecina luz de un farol y encendió nervioso un cigarrillo, en tensa espera. Pronto divisó en la sombras de la noche una borrosa silueta que se aproximaba y parecía dirigirse directamente a él, se detuvo a su lado y casi sin mirarlo le pidió fuego, con voz ronca. El malevo encendió un fósforo que iluminó la cicatriz que cruzaba la mejilla del otro; con gesto vacilante y manos temblorosas le prendió el cigarrillo y lo vio alejarse, sin dirigirle una palabra, con paso lento y desganado.


Cuando la sombre estuvo lejos se sintió de nuevo fuerte y más tranquilo; sacó pecho y comenzó a reflexionar que no valía la pena amargarse tanto por la pérdida de la parda Rosa: después de todo estaba ya baqueteada, se equivocaba con mayor frecuencia en los cortes de los tangos y ya no aportaba en la medida que se merecía un cafishio de su laya.

El viento frío de la noche le golpeó el rostro; se caló el chambergo, se ajustó mejor el lengue y enderezó para la cortada que llevaba a aquel bailongo del que recordaba que una rubia lo llamó con su mirada. Mientras pensaba en la historia que les contraría a los otros taitas del barrio se fue taconeando alegremente, silbando bajito "El entrerriano", por las desparejas veredas.

Desde el cielo estrellado, la luna de arrabal iluminaba tenuemente los charcos de la sucia callejuela.
 
(c) LA GACETA

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