La experiencia del cuerpo propio

La experiencia del cuerpo propio

Por Lucia Piossek Prebisch, Filósofa - Profesora Emérita de la UNT.

16 Abril 2011
Al aceptar escribir estas líneas, no lo hago como una conocedora prolija de la obra de Simone de Beauvoir. En su momento leí El segundo sexo, y después uno que otro de sus escritos. Pero no puedo olvidar el verdadero suceso editorial que constituyó la aparición de "El segundo sexo" en 1949.

A pesar de que existían ya algunos escritos feministas, nunca antes se había publicado algo similar sobre la reducción histórico-cultural de la mujer a una función juzgada como irremediablemente secundaria dentro de la sociedad. El libro fue la violenta apertura de una cuestión que desde entonces desató toda una "escuela" de pensamiento.

El segundo sexo constituyó la denuncia descarnada de una milenaria desvalorización de toda una mitad de los seres humanos; de una sofocación -y hasta autosofocación- de las posibilidades expresivas de la mujer en otros campos que los restringidos, que tradicionalmente se le habían atribuido. A partir de entonces, sobre todo en el grupo de profesoras jóvenes de la Facultad de Filosofía y Letras (pienso particularmente en María Eugenia Valentié), el libro de Beauvoir fue tema de atención. A mí, en particular, me interesó pensar acerca del papel desempeñado por la mujer en la historia de la filosofía.

Llegué a la conclusión de que, históricamente, se había reducido a dos actitudes frente al varón que filosofaba. Por un lado, o la incomprensión absoluta (Xantipa, la mujer de Sócrates), o la risa alegre y burlona de la criada tracia cuando Tales de Mileto se cayó en un pozo por mirar hacia lo alto. Al otro extremo lo constituía la mujer capaz de comprender más que nadie al varón que filosofaba (Elizabeth, corresponsal de Descartes; Lou Salomé, confidente de los más recónditos pensamientos de Nietzsche?). Durante la época en que apareció esta obra central de Simone de Beauvoir, se encontraba en auge el existencialismo, sobre todo el francés, uno de cuyos eslogans era "hacia lo concreto" frente a las abstracciones conceptuales de gran parte de la filosofía.

Uno de los temas rescatados fue entonces el del cuerpo propio, postergado tras una secular tradición dualista y desvalorizadora de la parte corporal humana, al menos en materia de pensamiento. Los nombres en este sentido de Marcel, Merleau Ponty, Sartre? fueron decisivos.

Seguramente -supongo-, y en buena medida por el camino abierto por Beauvoir, advertí una situación evidente, en el caso de la mujer, de la postergación y desvalorización de sus experiencias específicas como campo de reflexión. Me refiero a lo siguiente: en esos años, el existencialismo y la filosofía de la existencia exigían que el pensar filosófico bajara de "las nubes" y se ocupara del ser humano "aquí y ahora".

Pues bien, por ese camino me di cuenta de que las mujeres repetíamos, en cuanto ejemplo de experiencias concretas, el del campesino que ve renovarse día a día el milagro de la semilla que germina en sus tierras. Advertí de pronto: ¿pero no es mucho más contundente, y en carne propia, la experiencia de un sujeto humano que, desde dentro, vive ese milagro de crear y poner en el mundo un nuevo ser vivo? ¿Mucho más que la del campesino y sus tierras?. Me atreví entonces a poner por escrito esta comprobación en un trabajo titulado La mujer y la filosofía, sobre la experiencia del cuerpo propio en la maternidad. (Sur, n. 326, 327, 328, 1973).

Volviendo a de Beauvoir: a partir de su polémica obra, ya no fue algo sencillo seguir considerando a la mujer sólo como el sexo secundario, como el "segundo sexo".

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