Las islas de la memoria enterrada

Las islas de la memoria enterrada

Toda costa es, en sí misma, el fin del mundo, un "finis terrae". Por ello mismo es, a la vez, el inicio del cielo. Sin embargo, las costas de las Malvinas representan, más bien, el comienzo del infierno.

28 Marzo 2010
Por Alvaro José Aurane
Para LA GACETA - Tucumán

El pasado está sepultado en las Malvinas. LA GACETA lo advirtió hace dos años, cuando puso pie en las islas. En la capital no hay ruinas del enfrentamiento que duró 74 días. Los sitios y los edificios que fueron dañados han sido restaurados o reconstruidos. No hay cicatrices en el Puerto Argentino, cuyos actuales ocupantes llaman de otro modo.
Por supuesto, la guerra no ha sido olvidada, pero sus recuerdos oficiales han sido civilizados. Frente al edificio del Secretariado, donde se firmó la rendición de las tropas nacionales se alza el 1982 Liberation Memorial. Fue construido por los isleños "en memoria de aquellos que nos liberaron - 14 de junio de 1982", según consigna en inglés en una enorme placa. Alrededor del monumento están escritos los nombres de los 255 militares y de los tres civiles que perecieron entonces. Por ellos, además, existe el Memorial Wood 1982, un bosque en el que plantaron 258 árboles, por obvias razones.
Coherentemente, en las inmediaciones de la capital de las islas, los vestigios de la guerra que no han podido ser abolidos se hacen presentes, literalmente, sin aparecer. Son las 20.000 minas antipersonales regadas en 117 campos. Todas bajo tierra.
Las islas de la memoria enterrada sólo admiten la excavación periodística.

La cacería
Se calcula que hasta un 30% de la artillería empleada durante la guerra entre la Argentina y Gran Bretaña se encuentra todavía en el suelo de las islas. A escasos cuatro kilómetros de la capital, la Cresta del Telégrafo testimonia que ese porcentaje es mucho más que una presunción. Wireless Ridge es como los comunicados oficiales de ambos países llaman a ese espolón de piedra, que es una fosa común a cielo abierto para los incontables restos de artillería pesada argentina en descomposición. Entre ellos se destaca un cañón de 105 milímetros, fabricado en el país en 1968. Pareciera custodiar las cuevas adyacentes que sirvieron de refugio a los conscriptos argentinos, que dejaron ahí latas de Mirinda, envases de mermelada Fanacoa y pilas medianas de Everready.
La de Cresta del Telégrafo es la última de las "Batallas en Puerto Argentino". Comenzó en los primeros minutos del 14 de junio y a las 13 de ese día, las tropas británicas entraban a la capital para rebautizarla como Stanley. En el mismísimo suelo malvinense, Walter Acevedo, Julio Villafañe, Walter Héctor Stefenon y Héctor Alejandro Rey, integrantes del Centro de Ex Combatientes de las Islas Malvinas (Cecim) de La Plata, reconstruyeron esas horas de horror que vivieron en carne propia. Porque a Wireless Ridge se replegaron los compatriotas que venían de las montañas Longdon, Harriet, Dos Hermanas, Williams y Tumbledown, cuando esas posiciones ya habían caído en manos de los ingleses.
"Muchos podrán no estar de acuerdo, pero con algunos compañeros siempre decimos que estamos vivos porque esa noche los ingleses no nos quisieron matar", le confesó Acevedo a LA GACETA. "No sé si es tan así, Walter", le reprochó Rey. "Cómo no va a ser así -contestó Acevedo, que completó su alegato helando la sangre-. Si ellos parecía que estaban cazando perdices…".

Alto, lejos del cielo
Desde la cresta se divisa, distante seis kilómetros, al rocoso Monte Longdon. Hace 28 años, lo dominaban las tropas argentinas del regimiento 17. Pero desde la mañana del 12 de junio de 1982 quedó en manos de los soldados británicos, luego de la más sangrienta batalla que tuviera lugar durante la guerra de Malvinas. En 12 horas de lucha sin cuartel perdieron la vida allí 23 ingleses y 29 argentinos. Hubo 97 heridos. Y también crímenes de guerra contra nuestros compatriotas, según revelaron luego ex oficiales británicos. Ahora, todo está cubierto por un bosque de cruces y flores negras de metal. Los ex combatientes ingleses dejan ahí desde las botellas del whisky con el que quieren ahogar las pesadillas, hasta imágenes de Buda, a quien -según consta en el libro de visitas guardado en una caja de metal- le agradecen por salvarlos del suicidio.
En sus recovecos, donde el viento del mar congela todo lo que toca, hasta el más pintado se queda sin aire. Entre cajas de munición y casquillos de cobre, aparece un objeto que quita el aliento. Una cosa casi maldita redimensiona todo el lugar, mueve el tiempo hacia atrás, y devuelve al lugar las explosiones, la negra noche, los gritos, las corridas y los tiros, el miedo infinito, la desesperanza, los dolores y una tristeza inconmensurable. Es una plantilla de goma. De un borceguí. Marca Flecha. Con un jirón de lona. Es talle 42. Dice Industria Argentina. Y dice "pobrecito" el guía que acompaña a LA GACETA.

Lo que Dios conoce

Hay que cruzar toda la geografía de lo que los isleños llaman East Island para llegar al lugar donde, en buena medida, podría decirse que todo comenzó. Pero sólo los que conocen el terreno pueden notarlo, porque el lugar parece una campiña de ensueño. Sin embargo, el paisaje debería estar interrumpido por una escuela. Pero de ella queda nada: se la llevó la primera batalla de la Guerra de Malvinas. El de Pradera del Ganso (Goose Green para sus ocupantes) fue también el enfrentamiento más largo: duró 33 horas, entre la madrugada del 28 de mayo y el mediodía del 29. Ahora, ya ni gansos hay por allí. Queda, eso sí, una triste coincidencia. Ese mismo 28, los militares argentinos emiten el comunicado número 100: "el Estado Mayor Conjunto comunica que oportunamente requirió de la ciudadanía que toda contribución de bienes al esfuerzo de consolidar la soberanía argentina en las Islas Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur fuera canalizado en efectivo a través del Fondo Patriótico".
En el camino, en ciertos tramos, aparece la silueta de la costa de la isla Gran Malvina, que los isleños llaman simplemente West Island.
A unos pocos kilómetros de la Pradera del Ganso está el cementerio de los argentinos, en Darwin, con sus 230 cruces clavadas en la tierra yerma. En los mármoles al pie de cada una, puede leerse el nombre de cada fallecido. Con la gruesa excepción de 122 tumbas, en donde se lee "Soldado argentino sólo conocido por Dios". Como marco, hay 24 mármoles negros de fondo, a los lados de la Cruz Mayor. Contienen los nombres de 649 soldados que dejaron la vida en las islas. Y con ello, todo lo que fueron. Y lo que pudieron llegar a ser. El hecho en sí agrega otra cifra a la controversia sobre el número de bajas. No son ni los 653, ni los 694, ni los 750 de los que el periodismo argentino habló en periódicos y en libros, ni tampoco los 655 mencionados por la prensa británica.
Eso sí, de algo no cabe dudas: cuando se está dentro de esa necrópolis, esa isla, más que nunca, se llama Soledad.

Felices los chicos

De regreso a la maquillada capital, los testimonios de sus actuales moradores perfilan la magnitud de las arrugas que tanto se quieren ocultar en el archipiélago. Arlette Betts confesó haber sido repudiada por sus vecinos tras ser anfitriona de argentinos 17 años después de la guerra.
María Abriani, la primera argentina en tener hijos de un malvinense después del conflicto, reveló que las autoridades malvinenses le prohibieron dar a luz en el archipiélago: en el mejor de los casos, podía dar a luz a Jack pero anotarlo como "NN". Su esposo, el artista plástico James Peck, maldijo el tsunami materialista que ahogó, después de la conflagración, las islas donde nació. En su obra, los rostros de los soldados argentinos, "sus gestos traumatizados", son recurrentes. Tanto como el recuerdo de los momentos en que esas caras se ponían felices: ocurría cuando él, que en tiempos de la guerra tenía 13 años, le regalaba golosinas a los uniformados de 18 años. Porque él se mira hacia adentro y se descubre como un chico que le regalaba caramelos a otros chicos vestidos de soldados.

Se dice de ellos
Malvinas es agua, playa, cielo, casas blancas. Es mar atlántico, viento y América. Es mar, miedo, cuco, grito, llanto, raza. Es un montón de cosas santas mezcladas con cosas humanas.Por ello, todavía alberga sorpresas. Como las que enseña Anthony Smith, el guía de LA GACETA en las incursiones por las islas.
"La guerra fue terrible para nosotros. Sin embargo, pudo ser peor -asevera-. Pero Menéndez (en referencia al general Mario Benjamín Menéndez) fue un hombre razonable. Pudieron morir muchos civiles, pero no fue así".
Es decir, al hecho de que los soldados argentinos fueron mejor tratados por los oficiales ingleses que por los de la Argentina (denunciado hasta el paroxismo y confirmado por Acevedo, Villafañe, Stefenon y Rey), se sumaba el de que los oficiales argentinos trataban a los isleños mejor que a los conscriptos que tenían a cargo. Pero en la segunda parte de la sincera confesión es donde empieza y termina de plasmarse todo el cuadro. "Sabíamos de los desaparecidos en la Argentina y pensamos que venían por nosotros. Había muchísimo temor -rememora-. Me acuerdo que pensaba: ’Si hacen eso con su gente, ¿qué harán con nosotros?’".
Lo peor del caso es que esta es la parte de la historia que escribieron los que ganaron.

Alvaro José Aurane
- Licenciado en Comunicación Social, editor de Política y columnista de LA GACETA, profesor de Historia Contemporánea en la UNSTA.

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