La guerra y nuestra inconsecuencia

La guerra y nuestra inconsecuencia

Por Abel Posse -Para LA GACETA - Buenos Aires

28 Marzo 2010
La frivolidad de los argentinos se pone a prueba otra vez en el Atlántico Sur. Los ingleses instalan su maquinaria extractora de petróleo. Aunque el tango diga que veinte años no es nada, los británicos demuestran que, pasadas casi dos décadas de las batallas, ellos cumplen con el continuo de su política de Estado y se preparan a cosechar el fruto de aquellas victorias, como un legado de sus muertos.
Por nuestra parte, negamos "como una locura" la Guerra por las Malvinas irredentas. Se movilizó el país aburrido con la pasión de reeditar un coraje guerrero sepultado desde el siglo XIX. La trampa y la mediocridad expuestas, ante el coraje fundador…
Habíamos reclamado durante siglo y medio. Por fin se produjo: el 2 de abril nos despertamos pisando el suelo volcánico de nuestras Malvinas después de un ciclo de 16 años de chicanas británicas desde que se recomendó, por aplastante mayoría mundial, la correspondiente descolonización.
Fue una operación militarmente admirable. Se aprovechó en forma brillante el factor sorpresa en tiempos de descarado espionaje satelital y del otro. Los argentinos en pocas horas reconquistaron el bastión sin el costo sangriento presumible. La primer etapa la ejecutó el almirante Büsser, hoy elogiado por los historiadores extranjeros. La aviación cumplió hazañas que realzan la fibra de coraje y entrega patriótica de un pueblo nacido para un destino mayor.
La reacción de entusiasmo nacional fue triunfalista y casi unánime. La acción de los militares fue aplaudida por nueve de cada diez dirigentes políticos, sindicales y ciudadanos. Sería bueno que el lector recorriese los diarios de esos días "altos y vibrantes". Se reconocía que era una guerra justa realizada con una acción fulmínea e indolora.
Recuerde, lector: Pierina Dealessi, los donativos y colectas en las oficinas, el postre Malvinas, las señoras de Barrio Norte tejiendo los pulóveres marciales, aquellos gritos en las redacciones y en los cafés cuando se hundía al Sheffield o a algún otro exponente de la "perfidia inglesa". Malvinas fue el único grito que superó al de algún gol de Maradona en el Mundial. Se aclamó a Galtieri en la Plaza de Mayo y fuera de ella. El acto de fuerza justiciera y nacional se sobrepuso a la conducción de una dictadura cuya "guerra antisubversiva" también fue aprobada tácita o expresamente por una mayoría significativa. En todo caso, en aquellos días esto no frenó el entusiasmo y la cohesión nacional. Hoy, dada nuestra doblez, resulta difícil recordar que nuestra explosión fue de país sano y fuerte. Una reacción honestamente patriótica que dejaba en el plano secundario la ilegitimidad esencial del poder. Habría que ser muy hipócrita para fingir olvido de aquél entusiasmo nacional, unánime y unitivo y desentendernos de la derrota atribuyendo el resultado al general Galtieri como el autor de una travesura.
(En la batalla mayor de la Segunda guerra Mundial, la de Stalingrado, los rusos y los alemanes murieron sin pensar que el jefe de unos era Hitler y el de los otros Stalin…) En el plano latinoamericano, nuestra guerra cobró una dimensión fundacional, en el sentido de asentar una conciencia de cultura y de sentimiento solidario que nos parecía ya parte del sueño de los Libertadores.
Pronto la fiesta de la guerra viró en contra de nuestra inexperiencia. La táctica diplomática de "las tres banderas" era una sutileza inaplicable para nuestra euforia de advenedizos del azar bélico.
Nuestros pilotos navales y de la aeronáutica conmovieron al mundo con sus proezas. Pero el aparato de conducción militar siguió estúpidamente dividido. El comandante en las islas que había jurado vencer o morir terminó rindiéndose. Los ingleses habían conseguido de los norteamericanos el arma clave para acabar en horas con nuestra aeronáutica. El hundimiento del Belgrano por un submarino nuclear puso en evidencia nuestra endeblez e indecisión en el arma naval. Este hecho concluyó con las esperanzas de soluciones diplomáticas. (Los ingleses demostraban que siguen a Churchill: En la guerra, determinación…)
Después, la enfermedad argentina: dicen avergonzarse de semejante hecho, lloran oblicuamente y fuera de fecha a sus muertos, descubren que los gobernantes eran de facto y dictadores. Se olvidan minuciosamente de aquel fervor... Es la Argentina pequeña, incapaz de concederles la palabra gloria a sus muertos por la Patria. Tan eufóricos en aquellas victorias como ambiguos después, en la derrota.
Lo más grave del episodio Malvinas no es haber perdido lo que con el tiempo sólo será una batalla, sino la enfermedad de no saber defender lo que hicimos con la frente alta y con júbilo de convencidos de una verdad histórica y casi andar susurrando disculpas a los usurpadores, los enemigos…
Perdimos veinte años echándole la culpa a otro, a Galtieri, a los militares. Como perdimos, nos desentendemos y ni siquiera tenemos presencia militar y económica en el Atlántico nuestro. ¿Podremos zafar de nuestra frivolidad? ¿Podremos imponer un sentimiento de Patria en este y en tantos otros temas? Porque Malvinas sigue siendo una política de Estado regada, consagrada por la vida de nuestros soldados. Y esas jornadas grandes, de lucha por nuestra tierra ocupada, no merece el silencio tembloroso y el intento de meter el tema como un episodio errado de los otros… Todos los jefes políticos, la prensa, los jóvenes y los viejos, los empresarios y todos los sindicatos fueron recorridos por esa honda que sacudió la laguna de mediocridad de esta Argentina que traiciona su ser y su voluntad recóndita.

© LA GACETA

Abel Posse - Novelista y diplomático.
Su último libro es "Cuando muere
el hijo" (Emecé, 2009)

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