La Parábola del hijo pródigo es quizá la más emotiva y hermosa de todas las que nos presenta Jesús en el Evangelio. El destino y la esencia de los dos hijos sirven únicamente para revelar el corazón del Padre. Nunca describió Jesús al Padre Celeste de una manera más viva, clara e impresionante que aquí.
Ahora bien, en la vida espiritual, ¿consideramos esta realidad? ¿O nuestra relación es con un Dios desconocido que está tan lejos que nada tiene que ver con nosotros?
Dejémosno ahora iluminar por el Evangelio. Lo admirable comienza con el primer gesto del Padre que accede al ruego de su hijo menor y le da la parte de la herencia que le corresponde. Para nosotros esta parte de la herencia divina es que Dios nos hizo a su imagen y semejanza, hemos recibido la libertad, la capacidad de elegir, de amar, de entregarnos sin esperar nada a cambio. Que nosotros rechacemos esta fortuna, no es interesante en el fondo; lo que sí realmente importa es la actitud del Padre que ha esperado a su hijo y le da una desmesurada bienvenida, al que manda ponerle el mejor traje, después de cubrirlo de besos y celebrar un banquete en su honor.
Reflexionemos
"Aquel hijo, que recibe del padre la parte del patrimonio que le corresponde y abandona la casa para malgastarla en un país lejano, ’viviendo lujuriosamente’, es en cierto sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquel que primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original. La analogía de este punto es muy amplia. La parábola toca indirectamente toda clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia, todo pecado" (Juan Pablo II, "Dives in misericordia", 5).
El mundo de hoy está enfermo porque no sabe gustar la misericordia de Dios, y además, porque nos comportamos como el hijo mayor de la parábola, que no entiende de misericordia ni de perdón. ¿No seremos nosotros este hijo? Necesitamos convertirnos para saber quien es Dios, porque en el fondo de nuestro corazón, muchos todavía no hemos descubierto el Dios rico en misericordia.