Los más chicos de los aspirantes a monje shaolín barren con sus escobas de ramas las impurezas para poder empezar a practicar sus acrobacias entre inciensos y coloridos trajes. Durante casi dos horas, las representaciones teatralizadas de la vida diaria en el templo sirven de excusa para que 25 niños y jóvenes demuestren sobre el escenario las milenarias técnicas del kung fu.
La compañía china Monjes de Shaolín desplegó, en dos funciones a sala llena en el teatro San Martín, todos sus juegos de representación de esa parte de la cultura oriental que tanto atrapa a grandes y a chicos, y que durante cada función generó suspiros y ovaciones.
La linealidad teatral se pierde, y en realidad parece ser lo que menos importa. Los artistas marciales despliegan tanta elasticidad y concentración sobre el escenario, que pasa casi inadvertido que se está contando la historia de un niño que ingresa al templo para convertirse en monje.
El edificio, reconocible para el amante del cine de artes marciales, aparece como telón de fondo con una gigantografía a la que se le añaden unos pocos elementos externos, como una escalinata o una pequeña estatua de Buda.
Con toques de contorsionismo comienza el viaje de casi dos horas por los vericuetos de la cerrada y distante cultura china. La imitación de los movimientos de animales (monos y tigres especialmente) y de los cuatro elementos (tierra, aire, fuego y agua) llevan a los protagonistas a volar, desafiando leyes físicas, o a quedar a punto de ser atravesado por una lanza, pero salir sanos y salvos de la confrontación.
"Se ve que saben y que practican mucho, pero no muestran mucha concentración cuando hacen esas coreografías; muchos ni siquiera respetan mucho los movimientos", dijo Alberto, un joven que lleva seis años practicando kung fu.
Los amantes de las películas de Jet Li, Jackie Chan o el legendario Bruce Lee, tuvieron su gran noche más allá de las apreciaciones perfeccionistas de los conocedores, y tuvieron que contener la respiración cuando se desarrollaron esos actos de mayor tensión. Como el del "sándwich" que dos de los combatientes practicaron entre una cama de clavos y espadas apoyadas de canto, para que un tercer luchador partiera una laja con una masa, sobre el abdomen de uno de sus compañeros.
A la salida, como en el intervalo que hay en medio de la puesta, los artistas marciales caminan entre el público, ofrecen remeras y discos, y se toman fotos con los chicos que salen del teatro soñando con pegar una de esas patadas voladoras que parecen realizadas en cámara lenta.
Una idea del mundo milenaria
"El templo Shaolín sigue desarrollando y enseñando la filosofía zen, el kung fu y la medicina china, pero ahora con la idea de difundirlas por el mundo", le explicó a LA GACETA el maestro Hu Weifeng, director de la compañía Monjes de Shaolín.
El templo del que habla es el mismo que se ve en las películas. Es el único que existe en el mundo con esas características, y el último refugio la cultura shaolín. "Somos el único grupo shaolín del mundo, y hace seis años formamos la compañía para salir a mostrarle al mundo lo que hacemos y quiénes somos", explicó Hu Weifeng, traductor mediante.
El, que también actúa en la obra, contó que hace más de 1.000 años un monje budista de India llegó a China y construyó un templo para propagar su fe. Al mimetizarse esa religión con la cultura china, nació el shaolín. Los combatientes kung fu, señaló, son quienes protegían los conocimientos del templo, y también a la nación china de posibles agresores externos.
Entre los 25 protagonistas de la puesta hay monjes y aspirantes a serlo, según explicó Hu Weifeng, pero no actores o gimnastas. "Todos viven en el templo", confirmó.
"Fue un espectáculo formidable"
"Se trata de dar a entender a través de una sucesión de movimientos encadenados los movimientos del iluminado", explicó José Rodríguez, presidente de la Federación Tucumana de Kung Fu, quien en 2004 tomó un curso en el famoso templo Shaolín. Así aludió a la leyenda de los orígenes del kung fu, basada en las enseñanzas de Lohan Chuan y sus 18 movimientos del iluminado.
Para este maestro local, los artistas marciales aplicaron en escena todos los elementos de la lucha (chicun, tai chi, etcétera), y también desplegaron su concepción de la lucha entre el bien y el mal.
"Se vio una gran destreza de cuerpo y mente, y el conocimiento con el que se supera el dolor a través de la práctica de técnicas milenarias, con las armas antiguas que el shaolín hizo con herramientas de labranza", dijo el referente tucumano, quien fue el encargado de entregarle a Hu Weifeng, director de la compañía, el certificado por el que el espectáculo fue declarado de interés cultural por la Municipalidad de San Miguel de Tucumán.
"El kung fu es una forma de vida, y quiere decir habilidad, tiempo, disciplina y entrenamiento. Este espectáculo fue formidable", sentenció Rodríguez.