Tiempo de las carretas

Los pesados vehículos no duraban más de dos años. Por Carlos Páez de la Torre (h) - Redacción LA GACETA.

GRUPO DE CARRETAS EN EL SIGLO XIX. El viaje desde Salta a Buenos Aires se llevaba a cabo en unos tres meses. GRUPO DE CARRETAS EN EL SIGLO XIX. El viaje desde Salta a Buenos Aires se llevaba a cabo en unos tres meses.
10 Febrero 2009

A fines del siglo XVIII, la jurisdicción de San Miguel de Tucumán tenia significativo renombre industrial y comercial. Sucedía que contaba con “grandes talleres de construcción de carros y carretas” para el transporte de los diversos artículos y mercaderías. Aquellos armatostes recorrían las precarias vías de comunicación del entonces Virreinato de Río de la Plata. En su “Ensayo histórico sobre el Tucumán” (1882), Paul Groussac calculaba que una carreta tucumana, aún la mejor construida, no duraba más de dos años “en los caminos abominables de Salta a Buenos Aires”. Así, la vida de cada monumental vehículo no se extendía más allá de “dos viajes de ida y vuelta”, por regla general.
Informa que “una tropa contaba generalmente catorce carretas, y cargaba hasta dos mil arrobas, término medio. El flete de un ‘viaje redondo’ (o sea ida y vuelta) importaba unos 5.000 pesos fuertes. El viaje de Salta a Buenos Aires, en carreta de bueyes, solía durar tres meses, y poco menos de vuelta. Si a esto se agrega el tiempo de la carga y las incesantes reparaciones que las carretas demandaban -además de la inconveniencia de salir del Norte en ciertos meses y en otros de Buenos Aires- se comprenderá que durase un año el viaje completo, que importaba 900 leguas de ida y vuelta”, expresa el mismo historiador. Se habilitaban tres mudas de bueyes para toda la tropa, a saber “cincuenta yuntas de Salta a Tucumán, sesenta y cinco hasta el Arroyo del Medio, y cuarenta y dos hasta Buenos Aires”.
El arribo de las caravanas constituía un colorido acontecimiento, en cada lugar del trayecto. Casi siempre habían ocurrido peripecias, como “ataques de bandoleros o de indios”, y esas relaciones, “cien veces repetidas alrededor de los cien fogones encendidos, delante de las cholas que vibraban sus miradas sobre los narradores, alcanzándoles un ’cimarrón’, eran el encanto potente de la carrera”. Es que “criarse en la huella”, como se decía, “era un testimonio de superioridad del peón viajero y hecho a la vida, sobre los apacibles corredores del monte”.

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