Sólo cuenta el amor

Por Roberto Espinosa - Redacción de LA GACETA.

LA GACETA/HECTOR PALACIOS LA GACETA/HECTOR PALACIOS
06 Septiembre 2007
La iglesia de Módena. Luciano sienta su mano con dulzura en el canoso hombro de Fernando, el panadero. Los ojos cerrados bucean el amor en la sangre que se alborota de vida. Dos jilgueros sueltan a dúo una canzonetta. “Oye, madre, qué frescura, trae el aire de Surriento que inspira sentimiento a quien lo deja y se va. Mira, mira ese jardín, siente, siente su fragancia, el perfume delicado me embriaga el corazón... Y tú dices, ya me voy de esta tierra del amor, dentro de mi corazón, digo, madre, volveré...” Las lágrimas de una madre caminan los vitrales y acunan la emoción entre las manos, estremeciendo la banqueta. El Do de pecho de padre e hijo abre sus brazos hacia ella, mientras su mirada responde: “No, no te vayas así, no me des este tormento, torna a Surriento, torna otra vez”. Luciano Pavarotti se acaba de reunir con la ternura.

“Nací el 12 de octubre de 1935 en la ciudad que más amo de todas, Módena. Muchos años más tarde, cuando fui aplaudido por el público de América, me dije que no debía ser tan extraño, ya que un 12 de octubre Colón, un navegante tal vez italiano también, llegó hasta las islas de ese continente. Tuve una infancia muy feliz. Mi padre era panadero y mi madre trabajaba en una fábrica de cigarrillos. El conserva una voz hermosa de tenor y gran amor por la música. Ella, en cambio, siempre sostuvo que la música la emocionaba demasiado, así nunca va a mis actuaciones. Cuando ya había resuelto dedicarme a cantar, mi madre no se sorprendió -pese a que todo apuntaba a que iba a ser futbolista-”.

Una vitrola
Su padre Fernando cantaba en la iglesia de barrio y nunca quiso hacerlo profesionalmente. Recorría las noches rodeado de las voces de Beniamino Gigli y Tito Schipa que ventilaba una vitrola. “Italia no se puede comprender sin la música, de modo que era natural que entre juego y juego de pelota con mis compinches, aprendiera a tocar la mandolina y a cantar. Los vecinos se asomaban a sus ventanas y me arrojaban como premio nueces y caramelos”.

Llegó la Guerra. Hambre, miseria, desarraigo, pero siempre el amor. La contienda concluye. Regresan a Módena. Luciano tiene 12 años. Entra al teatro. Gigli está ensayando.“Al escuchar al maestro algo se movió en mí. Seré tenor, me dije. Con valor de niño me arrimé: ‘-Maestro, ¿cuánto tiempo estudió usted? -Ya ves, hijo, tengo 60 años y he terminado por hoy’. Comprendí que un cantante nunca termina de aprender, de probar, de sentir que puede fracasar. Por ese entonces yo no era precisamente un modelo de alumno. ‘¿Seré capaz de tanto sacrificio?’, me interrogué”.

Resígnate y alégrate
1947. Luciano está grave. Nadie sabe qué tiene. Piernas paralizadas, fiebre, una madre llora, un cura se apiada de su alma: “Resígnate y alégrate, Luciano, que esta noche estarás con Dios”, le dice. “Alguien me dijo una vez que canto como los dioses. Y aunque los tenores somos vanidosos desde niños, siempre recuerdo esos momentos en que me moría. Creo que mi vanidad, por lo menos, es en realidad amor a la vida, alegría de vivir, de hacer que la gente goce con el arte de la música”.

Estudiar canto no es empresa fácil, ha puntualizado papá Fernando. En la mesa familiar se resuelve un destino. No será futbolista, sino cantante. Era 1954. Siete años alimentan la ansiedad del debut, tras el cual el triunfo que no tarda en llegar. Un telón se levanta el 28 de abril de 1961. Se pone la piel de Rodolfo de “La Bohème” de Puccini. “Si usted canta como en los ensayos, el estreno será un seguro suceso”, le ha dicho un maestro. Aplausos. “Has estado bien, Luciano, muy bien, pero no como Schipa”, le susurra su padre. “En sus labios era todo un halago. Sentí, finalmente, que mi carrera había despegado”. Luego viene otra Bohème, esta vez en Lucca. “Pavarotti, no se esfuerce en cantar como otro que no sea usted mismo”, le aconseja Schipa.

El Día de la Raza le posará 60 años en la barba. Es un gordo feliz. En la cima de sus 150 kilos, una sonrisa abre el corazón de su garganta. “Nunca imaginé, cuando niño, que éramos pobres. Fui un muchacho muy afortunado. Muchas veces creí que nunca me iba a llegar mi oportunidad. Sólo cuenta el amor, todo lo demás es esfuerzo, vanidad, cosa pasajera”, dice.

Los vitrales estallan de luz y la melodía de sentimiento: “Y tú dices ya me voy de esta tierra del amor, dentro de mi corazón, digo, madre, volveré...”

* Esta nota fue publicada en nuestras páginas el 2 de abril de 1995