Búsqueda acerca del idioma que hablaban en el edén

Por Cristina Bulacio. Minuciosa investigación en la que yacen temas profundos, como los orígenes del hombre.

16 Abril 2006

¿En qué hablaban Adán, Eva, Dios y la serpiente en el Paraíso: hebreo, flamenco, francés o sueco? Con esta insólita cuestión comienza el libro que comentamos. Se trata de una antigua discusión que se profundiza entre teólogos del siglo XIX y que esconde la búsqueda de los orígenes del hombre. Se pensó que, si se lograra determinar las lenguas del paraíso, se aportaría un conjunto de datos sobre la identidad de los pueblos, por lo cual, muchos quisieron reconocer, en los orígenes remotos de sus culturas, esa lengua originaria del edén y así, darles prestigio a los suyos. Algunos teóricos como Condillac y J.D. Michaelis piensan que la lengua no sólo expresa el carácter del pueblo que la habla sino que es un peculiar archivo de los conocimientos humanos que, al ser intangible, protege el saber de todo elemento destructivo. Se creyó, en los estudios del siglo XIX, que la búsqueda de las raíces del lenguaje daría indicios de la creación del hombre.Publicado en 1989 -traducido en 2005- avanza en sus consideraciones bajo la tutela de pensadores, algunos de ellos teólogos, como E. Renan, F. Max Müller, J.G. Herder y Rudolf Grau, a partir de los cuales el autor inicia una investigación historiográfica de la cual este libro es sólo una parte. Nos recuerda Olender que las denominaciones de semitas y arios, con las que se designaron grupos de pueblos, fueron dos palabras que decretaban la vida y la muerte en el corazón de Europa, en pleno siglo XX. Volver al origen de esta dualidad a fin de rastrear el alcance de las diversas interpretaciones de estos términos es el propósito del autor. En esta tarea, uno de los problemas consistió en cómo se denominaron los ancestros que Europa se disputa: arios, indoeuropeos o indogermanos. Frente a ellos se levantan las lenguas semíticas, nombre establecido por Schlözer y Herder, entre las que se distingue el hebrero, considerada la lengua del paraíso y que, más tarde, parece ser desplazada por el sánscrito.
En la descripción de los rasgos que se hace de cada grupo humano, la pareja compuesta de arios y semitas señala dos modos de hablar -y, por tanto, dos modos de ser- y pueden dar pistas sobre los orígenes de sus pueblos. Ambos definen roles diferentes. Mientras los pueblos indoeuropeos o arios tienen grandes migraciones, los semitas permanecen inmóviles en su lugar, se aferran a su cultura, a su religión. Los arios son politeístas, los semitas son monoteístas. El hebreo (en el grupo de los semitas) es la lengua del monoteísmo, y ese rasgo, vital para las civilizaciones, favorece la quietud del pueblo elegido, que permanece cerrado a los progresos del saber y de la cultura. El ario, por el contrario, es una estirpe politeísta; se lo llena de virtudes; es la raza con imaginación, con profunda capacidad racional, volcado a las ciencias y a las artes, dueño de la política, herederos de los griegos. Es el pueblo de las migraciones y ello le permitió difundir sus costumbres. El semitismo no se reduce a los hebreos; sin embargo, será el hebreo el que oriente la búsqueda de la identidad para el área semítica en el siglo XIX.Algunas interpretaciones consideran que los semitas no aportaron a la civilización ni ciencia ni filosofía, ni siquiera arte, pero son los portadores de la verdadera religión, lo que, sin duda, es esencia para los pueblos y las culturas. Los semitas serían los únicos poseedores de una verdad intemporal. Ahora bien, si los hebreos fueron los dueños de esa verdad esencial, ¿cómo, entonces, no siendo los dueños de la ciencia ni de la filosofía pudieron transmitirla? La respuesta sostiene que la verdad última de los pueblos es ética y no abstracta ni conceptual. Los semitas son habitantes de un reino que no es de este mundo; pero, sólo por ellos, podrán los indoeuropeos salvarse. A diferencia de los arios, los hebreos guardan un secreto que les permite navegar fuera del tiempo, por lo cual, tanto como sus lenguas, estos pueblos semíticos no encuentran un lugar en la historia. A su vez, el tesoro del monoteísmo fue promovido al orden universal gracias al genio ario. Las investigaciones indoeuropeas brindaron, en su momento, respuestas a cuestiones que cobraron urgencia en el siglo XIX para un Occidente en crisis de identidad nacional, política y religiosa.
El planteo es interesante y la bibliografía excelente, aunque el libro no atrapa al lector. Quizás porque se trata de una investigación, transita un camino escarpado de citas y referencias que impiden la lectura continua y placentera. (c) LA GACETA

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