El recuerdo de un sismo aún atemoriza a la ciudad catamarqueña de Los Angeles

El temblor ocurrido hace dos años causó serios daños en las viviendas del pueblo. La ilusión del país federal.

12 Septiembre 2006
La mañana del martes 7 de setiembre de 2004 era como cualquiera de las del invierno catamarqueño: seca, fría, silenciosa -excepto por el cantar de los gallos- acariciada por un afable sol. Los pobladores de Los Angeles estaban dedicados de lleno a sus quehaceres: los chicos, en la escuela; los grandes, en la casa o en el trabajo. Pero a las 8.43, un ensordecedor ruido comenzó a bajar del cielo... “como un camión cargado de mercadería que parecía haberse desbarrancado”, describió un vecino. Los perros empezaron a ladrar con desesperación, caían piedras de todos lados, los muebles y las precarias viviendas se movían como si sufriesen convulsiones y la tierra oscureció de golpe a todo el valle, como si regresara la noche.

Esa mañana, un violento temblor -de intensidad 6,3 en la escala de Richter, con epicentro en el Valle de la Cebila, cercano a la zona- sacudió a media Argentina y atentó contra la habitual serenidad de este caserío ubicado a 38 kilómetros al sur de la capital provincial y muy cerca de La Rioja.

Afectados
Los Angeles sigue siendo un apacible pueblito de montaña a 1.800 metros de altura, enclavado en una profunda quebrada de 25 km de largo, pero aún no logra recomponerse de aquel tremendo cimbronazo.

La mitad de la población sufrió las consecuencias del fenómeno: de las 183 viviendas que había en Los Angeles, 15 habían desaparecido a causa del sismo, y otras 70 habían sufrido daños muy serios. Afortunadamente, ni una sola persona resultó herida. Pero muchas familias perdieron sus baños, sus dormitorios, sus cocinas... y hoy, pese a que desde el Gobierno de Catamarca sostienen que, con fondos federales y provinciales, se hizo frente a la crisis habitacional, muchas familias afirman que no recibieron nada y otras, que la escasa ayuda que les llegó (en materiales sueltos, en módulos incompletos) es insuficiente. Y aseguran que, desde entonces, deben arreglar sus casas -la gran mayoría de piedra, y varias de adobe; sólo unas pocas de material- con dinero y esfuerzo propios.

A dos años del sacudón, LA GACETA volvió a recorrer la quebrada de Los Angeles, donde no hay construcción que no esté agrietada y donde la vida es sacrificada, al decir de sus pobladores, que viven al día, de planes sociales, de cumplir tareas administrativas en oficinas públicas, de changas, o de la cosecha de nueces y de membrillo -entre otros frutos-. Un fiel testimonio de que la Argentina federal e igualitaria es apenas una ilusión.

Solución parcial
Eduardo Carrizo es un jubilado que vive solo en una pequeña casa de la Villa Sur (la parte inicial de la quebrada). Cuando el cronista de LA GACETA golpeó sus manos para llamarlo, el hombre, de 84 años, supuso que lo visitaba un asistente social. “Buen día. Ando medio jodido de la presión, mire”, fue su primer comentario. “Venimos a consultarlo sobre el temblor de hace dos años”, se le dijo. “Ah, sí. La delegada (municipal, Juana Bustamante) no se ocupa de terminármelo al baño. Me ha prometido que me lo iba a armar, pero ha quedado así nomás -una casillita sin revoque y sin puerta-. Me han dicho que iban a venir, pero no han venido nada”, contó, con resignación. E inmediatamente señaló a la vivienda contigua a la suya. “Del sacudón ha quedado así. Era una casa de veraneo que una gente de la ciudad estaba construyendo. Pero desde que se ha caído no han vuelto más”, afirmó.

Carrizo mostró con orgullo cómo aparecían los primeros duraznitos de la época e invitó a degustar las exquisitas nueces de su finca. Parecía no importarle tanto el hecho de no contar con un baño digno -acostumbrado, acaso, a la lenta y exigua acción del Estado-, como sí la visita que recibía, que rompió con su consuetudinaria soledad.

Pura política
“No me han reconstruido nada. Esta es mi casa. Mire las condiciones en que quedó la cocina... toda partida. El techo se me cayó entero. Y el dormitorio tiene una grieta bien grande. No conseguí que la delegada me ayude. Ella tomó el sismo para la política. No hizo nada. Me he cansado de reclamarle”, dijo, indignada, Lucía Inés Bazán. La mujer de 61 años se quejó de que la delegación municipal (depende del intendente de Huillapima, Amado Santucho) no ayuda a refaccionar y a reconsrtruir las viviendas a los pobladores que menos posibilidades tienen de hacerlo por su propia cuenta.

“Le dieron vigas, cemento, bloques... de todo a un jubilado de la Policía, que vende 5.000 kilos de nueces, que tiene animales y a todos sus hijos trabajando. Y mucha gente, como yo (vive sola, cobra una pensión graciable de $ 220 y fabrica escobas), no recibe nada. Yo sí recibí unos bloques, pero me los dejaron tirados y no tengo cómo ponerlos”, lamentó.

Adriana Santucho, agente de una posta sanitaria (nombre que llevan los dispensarios) también sufrió las consecuencias del sismo y de la falta de apoyo del Estado catamarqueño. “Yo tenía una piecita, en la casa de mi mamá. Era de adobe. Pero ahora tengo que compartir la habitación con ella, porque se me cayó. Nunca recibí nada de la Municipalidad. Y así como mi casa hay muchas más aquí. Dijeron que les iban a hacer las refacciones, pero no hicieron nada”, relató Santucho, que está separada de su pareja, tiene dos hijas y cobra $ 300, como becaria de la Nación por trabajar en la posta.