Si la reina Isabel I de Castilla ocupa un lugar de primer plano en los anales, es por el protagonismo que le tocó ejercer en la formación de la doble monarquía castellano-aragonesa y del Estado moderno, conformando un modelo político que recogerán y ampliarán los Austrias y que se mantendrá por lo menos hasta la extinción de aquella dinastía, a finales del siglo XVII. El primer paso lo constituyó la marcha al poder. No fue fácil. Isabel actuó con determinación y astucia para convertirse en princesa de Asturias, heredera y luego reina «propietaria» de Castilla.
El segundo paso lo da Isabel en 1469, ya admitida como princesa de Asturias, al decidir casarse con Don Fernando, heredero de la corona de Aragón. Lo hace con suma cautela y muchas precauciones. El acuerdo de Cervera reservaba a la sola Isabel la condición de heredera de la corona de Castilla. En Segovia, muerto Enrique IV (1474), Isabel se proclama «reina y propietaria» de Castilla; Fernando queda reducido a la humillante situación de rey consorte, y eso que él se consideraba, por línea de varón, como el más directo sucesor de Enrique IV. Hace falta mucha diplomacia para llegar a la sentencia arbitral de Segovia (enero de 1475) en la que se vuelven a reiterar los derechos de Isabel pero se conceden a Fernando amplios poderes que lo equiparan de hecho con su esposa. Pero aun así no se pierde de vista la meta: la unión definitiva de las dos coronas de Castilla y Aragón.
La unión dinástica logró transformar la variedad de reinos de la España medieval en un cuerpo político con una sola dirección, una sola diplomacia, un solo ejército.