Sus flores, tan intensas como un suspiro, son las heraldas de la nueva estación. El lapacho (de él se trata) transformó el paisaje de los últimos días. Desde la estrecha franja montañosa de la selva tucumana hasta las calles asfaltadas, cada rinconcito de nuestra tierra fue ocupado por uno de los árboles más bellos de la naturaleza.
Con los primeros calores invernales, el rosado fue el primero en explotar en flores bellas y delicadas. El blanco, en cambio, es una especie preciosa que se reproduce mediante injertos. El amarillo, que por estos días se halla en pleno florecimiento, es originario de Salta, de Brasil y de Paraguay. Llegó a esta comarca en 1976, cuando el ingeniero agrónomo Carlos Niepagen trajo semillas de esta variedad y las plantó en la esquina de su casa, Paraná al 100 (Yerba Buena). Cinco años después, floreció e impactó a todos los tucumanos de aquel entonces.
Pero si de orígenes se trata, los aborígenes fueron los primeros en disfrutar de esta especie. Sucede que los antepasados usaban la corteza del lapacho para purificar la sangre. Hasta que llegaron los españoles, trajendo sus naranjos. Desde entonces, la planta y el árbol florecen juntos. Así, caminando por los espacios verdes de la ciudad, se tiene la sensación de que el ramaje de los lapachos se incendia con el olor blanco de los naranjos agrios. Y esta gracia perdura para siempre en la memoria...
Lo cierto es que el árbol ya se convirtió en parte de la geografía ciudadana. Y que hoy Tucumán está mostrando una sinfonía de colores.