EN EL ESTUDIO. David Gilmour, Roger Waters, Rick Wright (de espalda) y Nick Mason. Pink Floyd todavía funcionaba como grupo, pero ya asomaba la grieta.
Siete meses se internó Pink Floyd en Abbey Road, de enero a julio de 1975. En el medio pasaron cosas: el casamiento de David Gilmour, el divorcio de Nick Mason, un par de tours rasantes por Estados Unidos, el progresivo e imparable ascenso de Roger Waters hacia el control obsesivo de la banda, pinceladas geniales de Rick Wright alternadas con lapsos de abulia exasperante. Siete meses para dar a luz su ¿obra cumbre?
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“Brilla tu, diamante loco” (“Shine on, you crazy diamond”). Suite dividida en nueve movimientos, columna vertebral del álbum, Pink Floyd en la cima de la creatividad. Un plácido mar de guitarras devenido en tormenta centelleante, luminosa. Y de vuelta la quietud, rumbo a un epílogo extático en el que Wright lo da todo hasta llenarse de un vacío que durará largos años. El segundo bloque (las partes VI a IX) transporta a la banda a la cima. Y está el saxo de Dick Parry claro, y los coros de Venetta Fields y Carlena Williams suenan (casi) tan celestiales como aquellos de Clare Torry sacando de las entrañas “El gran baile en el cielo”. “Shine on...”, alfa y omega del pinkfloydverse. La síntesis.
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El milagro de “Wish you were here”, uno de muchos, es haber envejecido con tanta clase que ni se le notan las arrugas. Y eso que en el permanente revival de los aniversarios redondos (50 años en este caso) sobran los discos mal maquillados, tan anacrónicos que darían mucha más pena si al pie no figurara la firma de alguna banda pesada. Pero en el viaje que propone este disco los climas jamás resignan su capacidad de erizar la piel.
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“Wish you were here” es el disco preferido de Gilmour. También el de Wright y el de Mason, y seguramente el de Waters, aunque no lo dirá para llevarles la contra. Gilmour cantó, desplegó todo su arsenal de guitarras (la eléctrica, la acústica, la de 12 cuerdas, la pedal steel), metió algún bajo y se divirtió con el VCS 3 (muchos de cuyos secretos le había confiado Alan Parsons). Fue el último esfuerzo realmente colaborativo que hizo para trabajar codo a codo con Waters, lo que terminó agotándolo más allá de la excelencia del resultado. Porque el disco llevó a la banda a la cúspide, sí, pero también marcó el inicio de una ruptura que sería brutal.
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Si la discográfica anhelaba un éxito similar a “The dark side of moon”, no tuvo margen para quejarse. El disco explotó a ambos lados del Atlántico, copó los charts desde el lanzamiento en septiembre de 1975 y se vendió como si no hubiera un mañana (más de 20 millones de copias). Poseedora de la gallina de los huevos de platino de la música británica, EMI cumplió todos los caprichos de los músicos y del manager Steve O’Rourke, que fueron varios y caros. La difusión le salió regalada: medios, críticos, especialistas y público coincidieron en señalar a “Wish you were here” como uno de los mejores álbumes en la historia de esa gigantesca y difícil de clasificar maraña de géneros llamada “música rock”.
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EL VISITANTE INESPERADO. Syd Barrett, fundador de Floyd, se paseó por el estudio y desapareció.
El fandom de Pink Floyd se refugia en compartimentos inviolables, y el favoritismo en la elección de los discos representa una de esas batallitas a muerte. A saber:
- Están quienes consideran que el primero (“El flautista en las puertas de la alborada” / “The piper at the gates of dawn”) es el mejor -y sin dudas es el mejor álbum de rock psicodélico de todos los tiempos-.
- Están los que reservan esa condición para “The dark side...” por razones harto conocidas y difíciles de rebatir. Es, nadie lo duda, un disco ¿insuperable? de principio a fin.
- Están aquellos rendidos a los pies de “The Wall”, aunque con la trampita que implica la influencia de la película de Alan Parker, inmunes -por supuesto- a las críticas que cosechó desde el minuto cero la opus magna de Roger Waters.
- Y están quienes no dudan en elegir a “Wish you were here” como la joya de la corona floydiana. A medida que pasa, el tiempo más les da la razón.
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EN LLAMAS. Protagonizada por Ronnie Rondell y Danny Rogers, la foto terminó en la tapa del disco.
Todas las letras son de Waters. “Wish you were here” -la balada- es de los más tierno, delicado y emocionante que escribió en su larguísimo devenir poético. En su brevedad también radica su belleza. Pero Waters ya andaba belicoso y político, así que en “Bienvenido a la máquina” (“Welcome to the machine”) y “Tomá un cigarro” (“Have a cigar”) se la pasa criticando a esa industria que ya lo había hecho rico. Afilado, Waters habla del cinismo y de la crueldad del negocio, y se mofa de la estupidez de los ejecutivos (“a propósito, ¿cuál de ustedes es Pink”, les preguntó uno de ellos, línea que terminó incluida en la letra de “Have a cigar”). De esa volteada forma parte la alienación que la psique de un músico, devenido estrella, puede convertir en un colapso terminal. Es la parte del “diamante loco”.
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Forma parte, es archisabido, del anecdotario top de la historia del rock. El 5 de junio de 1975 entró al estudio un tipo cargando dos bolsas de plástico. Nadie sabía quién era. Ni Waters, ni Gilmour, ni Mason, ni Wright reconocieron a Syd Barrett, fundador de la banda, cantante y guitarrista original, letrista y compositor de todas las canciones de aquella primera época. El mismo Barrett que había bautizado al grupo en homenaje a sus bluesmen de cabecera, Pink Anderson y Floyd Council. Barrett se sentó por ahí, protagonizó algunas charlas deshilvanadas y hasta se quedó a brindar por Ginger, la flamante esposa de Gilmour. Incluso volvió un par de veces, mientras la banda avanzaba con el registro del disco. Jamás se percató de que el tema estructural del álbum hablaba de él; que lo instaba a volver a brillar como lo que era: un diamante. Así como entró y saludó, Barrett salió de Abbey Road y, para siempre, de la saga de Pink Floyd. Su banda. Según los pocos que lo frecuentaron hasta el final -murió en 2006-, más que loco o desconectado de la realidad, Syd oscilaba entre la perplejidad y cierta sensación de enojo permanente. Como una reseca infinita del ácido que lo había quemado. En fin, la obra cumbre de Pink Floyd habla (mucho) de él.
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La tapa del disco estuvo a la altura de otro genio, Storm Thorgerson, diseñador estrella del colectivo Hipgnosis. Siguiendo la cruzada de Waters contra la industria discográfica, lo que pergeñaron fue la representación de dos ejecutivos que se dan la mano, tan hipócritas que uno se prende fuego. Aubrey Powell sacó la foto en una calle interna de los estudios de la Warner, en Hollywood. Los modelos se llamaban Ronnie Rondell Jr. y Danny Rogers, y cuentan que durante la sesión sopló un viento repentino y a uno de ellos se le chamuscó el bigote. Todo devino en otro clásico, el de las portadas inmortales.
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La banda se reservó la producción del disco, pero al comando de la grabación estuvo el ingeniero de sonido Brian Humphries, miembro clave del team habido cuenta de la exhaustiva búsqueda de la perfección que ya era leyenda de los Floyd. Querían en ese puesto a Alan Parsons, cuyo aporte a la deslumbrante calidad sonora de “The dark side...” había resultado fundamental. Pero Parsons dijo “no, gracias”, privilegiando una carrera solista en pleno despegue. Humphries debió amoldarse al ritmo de trabajo de un grupo que pasaba larguísimas horas en el estudio, a veces abocado a mejorar apenas una nota o un minúsculo eco. El proceso que dio a luz “Wish you were here” fue extenso, agotador, una de esas experiencias que todos quieren vivir y nadie quiere repetir.
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Y andaba por ahí Roy Harper, amigo de los Floyd, en especial de Gilmour, grabando su material en otro sector de Abbey Road. Resulta que Waters no daba con el tono de “Have a cigar”, mientras el tiempo pasaba y los nervios expandían sus tentáculos por el control y alrededores. Así que Gilmour sugirió que al tema lo cantara Harper, ya que estaba, y a regañadientes Waters dio el OK. La canción es una rareza en el catálogo de Pink Floyd, sólo equiparable a Clare Torry protagonizando “The great gig in the sky”, aunque en su caso no son versos los que desgrana, sino emociones. A la vuelta de las décadas, otro músico cantará un tema oficial de Pink Floyd (Andriy Khlyvnyuk, “Hey Hey Rise Up!”), pero ni por las tapas alcanza la trascendencia que el destino le regaló a Roy Harper en el lejano 1975. Y vive para contarlo, ya con 84 años. Eso sí: Waters sigue arrepentido de haber cedido su lugar. Demasiado tarde.
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Otra feliz conjunción creativa que propició “Wish you were here” fue la de Pink Floyd con el artista Gerald Scarfe. Sus diseños brillaron durante la gira de presentación del disco, dibujos imponentes y arrolladores, todo un presagio de lo que Scarfe lograría poco después con la sección animada de “The Wall”. Ese tour resultó espectacular, porque el setlist de la banda sumaba “The dark side of the moon” completo, algún clásico previo como “Echoes” (sabiamente elegido como único bis) y dos temas del siguiente disco -“Animals”-, que Pink Floyd ya venía tocando.
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Y pensar que pocos meses después, del proletario y deprimido corazón de una juventud británica desencantada, un movimiento contracultural surgió dispuesto a arrasar con el statu quo. El punk se sintetizaba en el mensaje garabateado en su remera por el cantante de los Sex Pistols, conocido en el barrio como Johnny Rotten (Juancito Podrido). “Odio a Pink Floyd”, decía. Que significaba: odio todo lo que la realeza del rock representa. A la vuelta de los años, primero en privado, luego en público, Johnny aceptó la genialidad de aquel Floyd. Y apuntó, de paso, que “Wish you were here” era su disco favorito. Así se escribe la historia.










