

Esta semana, a partir del miércoles 10 de diciembre, en Australia entró en vigencia una ley que tiene la fuerza de un terremoto cultural. Ese país se convirtió en la primera nación del mundo en legislar una prohibición estricta para los menores de 16 años que no podrán acceder a redes sociales como TikTok, Instagram o Facebook. La decisión de prohibir el acceso a menores de 16 años marcó un hito global que nos obliga a mirar nuestras propias pantallas y a cuestionar el rol de la tecnología en la crianza y educación de los hijos.
La medida, impulsada por el gobierno laborista de Anthony Albanese, no busca penalizar a los jóvenes ni a sus padres, sino que colocó la responsabilidad -y la amenaza de multas millonarias- sobre las espaldas de los gigantes tecnológicos. Esta decisión legislativa no fue un capricho administrativo; sino la respuesta desesperada de un Estado ante una evidencia que ya no puede ocultarse bajo la alfombra de la “modernidad” como es la crisis de salud mental adolescente. Depresión, ansiedad, trastornos de la imagen corporal, ciberacoso y una adicción dopaminérgica diseñada por algoritmos son los síntomas de una generación que creció conectada al mundo virtual, pero desconectada de la realidad tangible.
El caso australiano funciona como un laboratorio social que el resto del mundo observará con lupa. Las objeciones son válidas y complejas. Las grandes tecnológicas, como Meta y Google, advirtieron sobre las dificultades técnicas de la verificación de edad y el riesgo para la privacidad de los datos. Desde sectores progresistas, se señaló que para muchos jóvenes marginados -como las comunidades LGBTQ+- las redes son un refugio y no una amenaza. Sin embargo, el argumento central fue contundente respecto de que la seguridad y el desarrollo cognitivo de los menores deben primar sobre la libertad de mercado y el modelo de negocio de las plataformas.
En Tucumán, la Ley 9.852 establece un uso pedagógico del aparato, pero las escuelas aplican criterios distintos y hay sanciones que generan controversias. Para la sociedad argentina, y tucumana en particular, este precedente debería encender una luz de alarma. Nuestro país ostenta índices altísimos de penetración de internet y uso de telefonía móvil en franjas etarias cada vez más bajas. En nuestras escuelas, los docentes luchan a diario contra la dispersión atencional y la violencia que se gesta en los grupos de WhatsApp o en los comentarios de Instagram, y que luego estalla en las aulas.
¿Es la prohibición total el camino? Quizás sea una medida extrema y de difícil aplicación en nuestro entorno social, donde la capacidad de fiscalización del Estado es más débil que en Australia. Sin embargo, la inacción tampoco es una opción. Hemos naturalizado que un niño de 10 años tenga acceso irrestricto a un mundo digital diseñado para adultos, sin las herramientas emocionales para procesarlo.
La ley australiana nos interpela como sociedad. Nos dice que el “dejar hacer” digital llegó a su fin. Si bien el Estado tiene un rol indelegable en la regulación de empresas que lucran con la atención de nuestros hijos, la responsabilidad primaria sigue estando en el hogar. No podemos esperar a que una ley nacional nos resuelva el dilema de la educación.






