YA PASÓ LO PEOR. Gramajo debió cumplir una condena por un accidente de tránsito. Tras cinco años de dolor e incertidumbre, defiende los colores de Tucumán Central en el Regional Federal.
Hay historias que se escriben en línea recta y otras que avanzan como un latido irregular; con golpes secos, silencios prolongados y renacimientos inesperados. La vida de Francisco Gramajo, alguna vez señalado como una promesa del fútbol tucumano, pertenece a esta segunda categoría: la de los caminos que se quiebran, se oscurecen e, incluso así, encuentran la manera de volver a abrirse.
A los 22 años, “Chino” era algo más que el mariscal de Central Norte. Con su altura imponente, su temperamento sereno y un manejo técnico que sobresalía en la Liga, muchos lo imaginaban avanzando hacia el profesionalismo. Era, en palabras de quienes lo vieron crecer, un central con destino; el tipo de jugador que reúne condiciones, paciencia y carácter para llegar lejos.
Pero el destino, esa palabra que en el fútbol suele usarse para hablar de goles o ascensos, se volvió dramático. El 4 de mayo de 2018, una jornada común se convirtió en un antes y un después. Conduciendo su vehículo, protagonizó un accidente que terminó con la muerte de un ciclista. Lo que siguió fue un proceso judicial, una sentencia y una condena de cinco años de prisión. Su vida, la que había imaginado entre camisetas, viajes y ascensos, cambió de rumbo en un segundo.
“Me pasó una desgracia que nunca imaginé y que nunca le voy a desear a nadie”, dice hoy, con la voz que carga una mezcla de culpa, aprendizaje y una humanidad dolorosa. “Fueron tres años y medio durísimos, eternos. Ver lo que se ve ahí adentro… yo no estaba preparado para eso. A la cárcel no se la deseo a nadie”.
El tiempo se quedó detenido
En Villa Urquiza, donde cumplió la mayor parte de la condena, la rutina era un salvavidas. Para que pasaran las horas, trabajaba en la cocina, ayudando a preparar la comida para todo el penal. Después jugaba al fútbol (esa mínima libertad que sobrevivía incluso detrás de las rejas), hacía educación física y estudiaba.
Los domingos tenían otro color. Eran los días de las visitas, aunque verlo a su hijo Tiziano, de apenas 7 años, era casi un lujo imposible. “Fue una vez y no quiso volver. Tenían que estar desde las cinco de la mañana para entrar al mediodía. Era muy duro para él”, recuerda. Aun así, ver llegar a su familia (su mamá Verónica, su papá Aníbal, su mujer Dana, sus hermanos, su abuela Irma, su tía y su ahijado) era “una caricia al alma”; una pausa en el ruido, una confirmación de que afuera había alguien esperándolo.
“Mi familia nunca me soltó”, repite. “Todo lo que viví fue durísimo para ellos también. Yo nunca en mi vida tuve problemas, peleas, discusiones. Y, de pronto, estaba ahí. Ellos me sostuvieron para que no me derrumbe”, agrega.
También estaba la fe. Los domingos, antes o después de las visitas, iba a la iglesia del penal. Sentirse acompañado por algo más grande que él lo ayudaba a soportar la carga invisible de los días.
El día de la ansiada libertad
El 9 de septiembre de este año, Francisco sintió que el tiempo volvía a moverse. “Salí y no entendía nada. Era como si todo fuese demasiado rápido después de estar tanto tiempo encerrado”, cuenta. Ese día, más que recuperar la libertad, recuperó una palabra que había quedado suspendida: vida. Y la vida, para él, siempre tuvo forma de pelota.
La primera mano tendida llegó desde Tucumán Central, que le abrió la puerta para integrarse al plantel que juega el Regional Federal. Allí, junto a Franco Barrera y Patricio Krupoviesa, forma parte del tridente defensivo que sostiene la campaña del equipo.
SONRISA. Luego de un partido,
“Estoy agradecido al club. Me recibieron en un momento muy difícil, me acompañan día a día y el cariño que me dan es inmenso”, cuenta. “Volver a jugar me hace feliz. Disfruto cada entrenamiento, cada partido. Después de lo que viví, cada día es un regalo”.
El vestuario también se convirtió en un refugio. Un lugar en el que lo juzgan por su entrega y no por los comentarios que aparecen en redes. Porque si algo le sigue costando, es lidiar con la mirada ajena: “La gente opina sin saber. No saben lo que uno vivió y lo que sufrió mi familia. Pero aprendí a no quedarme con lo malo. Hoy estoy enfocado en seguir adelante”. cuenta.
Cuando mira hacia atrás, Gramajo no esquiva lo que siente: su sueño siempre fue llegar al fútbol profesional. Lo intentó con fuerza y llegó a jugar en Atlético, en la Liga, antes de la sentencia. “Tenía condiciones para jugar en San Martín; era mi sueño, pero no se dio. La vida me cambió el camino”, admite.
Hoy, su sueño es distinto, pero no menor. Quiere seguir jugando, ascender con Tucumán Central, estar presente para su familia y no volver jamás a aquel lugar donde la vida parecía congelarse.
La historia de "Chino" no es la del futbolista que llegó a Primera ni la de la promesa que cumplió su destino. Es la historia de un hombre que cayó, que atravesó un infierno y que, aun así, eligió levantarse. La de alguien que intenta día a día construir una segunda vida con el único lenguaje que siempre entendió: el fútbol. (Producción periodística: Carlos Oardi)






