Martín Sivak: “Cuando alguien protestaba porque Independiente perdía, mi papá decía ‘a llorar a la llorería’”

Dice que le resultó incómodo escribir sobre algo tan íntimo como la muerte de su madre y sobre su relación de amor y dolor por una pareja que lo dejó de la noche a la mañana y sobre la manera en que enfrentó aquello: con lágrimas y pegándole a una bolsa de boxeo, con salidas a correr, con intentos de involucrarse con otras mujeres. Para zafar, para exorcizar, escribió La llorería, libro que acaba de publicar a través de Alfaguara y que puede leerse, en algún punto, como complemento de El salto de papá (2017), en el que cuenta lo ocurrido a partir del suicidio de su padre, el empresario Jorge Sivak: el 5 de diciembre de 1990 saltó desde un departamento de la zona de Retiro luego de que se decretara la quiebra de su banco. “Una vez que esos libros tan íntimos se publican, empiezo a sentir un poco de alivio”, confiesa.

Martín Sivak: “Cuando alguien protestaba porque Independiente perdía, mi papá decía ‘a llorar a la llorería’”
23 Noviembre 2025

Por Alejandro Duchini
Para LA GACETA - BUENOS AIRES

-¿La llorería es un libro sobre el dolor?

-Es un poco un libro para mis padres, para mis hijos, para las personas en general, para mis amigos… Está dedicado a mis amigos más queridos. (La escritora) Magalí Etchebarne me dijo que, para ella, es un libro sobre la amistad. De hecho, una de las columnas del libro es sobre Sean Langan (conocido reportero británico que sobrevivió a un secuestro de los talibanes) y la amistad que tuvimos a partir de trabajar juntos. No quería hacer un homenaje a mi mamá, porque mi mamá no necesitaba ser homenajeada en un libro, ni mucho menos.

-Y más allá de que se trate de tu mamá, ¿sentís que tanto La llorería como El salto de papá son libros sobre padres?

-En parte, porque La llorería es también sobre corresponsales de guerra, entre otras temáticas. También es cierto que en un momento me sentí muy atraído por leer libros sobre padres, en mayor medida, y sobre madres, en menor cantidad. Tengo una biblioteca con dos o tres estantes de libros sobre padres. En algún momento, cuando quería escribir pero no sabía qué, empecé a leer compulsivamente libros de padres, que es un género que existe, y eso me dio más seguridad. Es más, creo que eso fue muy definitivo para decidirme a publicar El salto de papá.

-¿Qué libros de esa temática te marcaron?

-Los de (Karl Ove) Knausgård, una saga que me impactó, sobre todo La muerte del padre y Un hombre enamorado. O los de (Emmanuel) Carrere, como Una novela rusa; en realidad, la obra de Carrere desde El adversario. De madres, he leído menos, pero hay uno que me impactó y que recomiendo: Apegos feroces, de Vivian Gornick. Básicamente es sobre la relación de Gornick con su madre, sobre las caminatas que hacen por Nueva York. Me impactó por esa posibilidad de contar la cercanía entre madre e hija.

-¿Te lleva mucho tiempo escribir?

-Suelo tardar mucho en escribir, pero este lo escribí en seis meses. Tenía 600 páginas en su primera versión. Después, en los años que pasaron, quedó reducido a la mitad, con mucha reescritura, con mucho tallado.

Los abuelos

-¿Es una forma de contarles a tus hijos cómo o quiénes eran sus abuelos?

-Nunca lo pensé así, pero puede ser, aunque no creo que sus nietos van a conocer mejor a sus abuelos si se escribe un libro. Al contrario, creo que contarles directamente les permitirá saber más que con un libro. No quiero convertir esto en una especie del fetiche del libro que le puede contar a los nietos quiénes fueron sus abuelos. Para mí, en cambio, mis padres son una presencia muy grande en mi vida de siempre, tanto cuando vivían como ahora que están muertos.

-¿Y es una manera de rescatarlos del olvido?

-Este libro trae un poco a mi madre a la vida. Ella tenía una pulsión de vida notable, aún en esa situación tan adversa de la enfermedad. Tenía ganas de vivir: eso fue un gran estímulo para escribir este libro.  De alguna manera quería traer a mi mamá a la vida. No solamente a mi mamá, sino que también me gustó contar en La Llorería la vitalidad de Sean, quien en algún punto tenía mucho en común con ella, como esa vitalidad. La historia de mi mamá y la de Sean las fui escribiendo en paralelo. Empecé por Sean y después sumé a mi mamá, que reapareció con fuerza en el momento de la reescritura.

-Hasta que una casualidad te llevó al final…

-Claro. Cuando la editorial me pidió una foto de mi mamá y me puse a buscar encontré las cartas que le escribía a mi papá cuando estaba preso, en tiempos de la dictadura. Fue muy fuerte eso. Y decidí cerrar el libro con esas cartas que desconocía por completo.

-¿Qué te pasó con ese descubrimiento, más allá de lo literario?

-Fue conmocionante porque descubrí a mi mamá con la edad que yo tenía cuando ella murió, la época en la que yo estaba viajando con Sean. Ahí están sus ideas del matrimonio, de la familia, del amor. Encontré su intimidad con mi padre antes de que se convirtieran en mis padres.

Periodismo viajero

-En cierto punto es un libro sobre tu incursión en el periodismo.

-De chico decidí ser periodista, y lo que más me interesaba era cubrir América Latina. Mis primeros trabajos fueron en Bolivia, para el semanario Brecha, de Montevideo; intentaba viajar todo lo posible. Mi primer trabajo fijo fue en la sección de internacionales del primer Diario Perfil, a la vez que hice una maestría sobre Bolivia y después un doctorado sobre la historia de América Latina. A mis 30 me dieron una beca para hacer una maestría en Inglaterra y después hice el doctorado en Estados Unidos. Todo eso me fue llevando por distintas miradas.

-¿Te considerás viajero?

-No me considero especialmente viajero, ni es que ahora me encanta viajar. Pero sí viajo por trabajo. Ahora, por ejemplo, acabo de volver de El Salvador, adonde fui por una nota larga sobre ese país. Tampoco tengo una pulsión por viajar tanto. Es más, estoy bastante contento cuando estoy acá.

-Esos viajes están en La llorería.

-Así es. Mis encuentros con Evo Morales, mis crónicas sobre el dictador boliviano Hugo Banzer, alguien que a mis 19 años me obsesionaba: el sentido de mi vida era denunciarlo. En ese contexto conocí a Evo Morales. También hay de Chávez por el 2002, el año que con Sean pasamos mucho tiempo en Caracas, el lugar donde más estuvimos, incluyendo situaciones de riesgo como las que a él le gustan. ¿Alguna vez estuviste en un tiroteo? Es una situación horrible estar en un tiroteo, pero él en vez de tirarse a tierra empezó a filmar. Y eso me llamó la atención: es parte del personaje. Entonces Sean era la BBC y el Canal 4 de Londres, lo que nos daba acceso a lugares inaccesibles para otros. También pude entrevistar a Lula (Da Silva). Fueron años muy intensos que reaparecen en el libro.

-La historia de Sean Langan es tremenda.

-Lo conocí cuando me ofreció trabajar con él y estaba en un momento estelar: había hecho el primer documental de los talibanes antes del 11 de septiembre de 2001. Se lo disputaban las cadenas, era su momento, y después de otro documental en el que trabajé con él también siguió así, hasta su secuestro a manos de los talibanes. Ahí su vida se truncó. Estuvo tres meses con simulacros de fusilamiento pensando que lo iban a matar, con la culpa enorme de pensar que sus hijos iban a quedar huérfanos por intentar una entrevista con Osama bin Laden. Lo que siguió fue un Sean roto en un sentido, pero muy vital en otro, convencido de que no es una víctima de nada, sino alguien a quien le pasó algo tan grande y que debía continuar. Aquello para mí fue una gran educación profesional y sentimental. Ahora está viendo cómo entrar a Gaza. Hablamos todo el tiempo.

Contra las cuerdas

-¿Seguís boxeando?

-Ya no. En un momento me sirvió para descargar. Era pegarle a la bolsa y llorar y llorar por esa relación de pareja rota que cuento en el libro. El boxeo aparece como parte de ese momento de desesperación, así que durante seis meses fui a un gimnasio a creer que estaba aprendiendo a boxear y por ahí estaba haciendo otra cosa. Me gustó muchísimo. No es sólo pegar y pegarse; es mucho más. Una postura, una mentalidad. Aprendí un montón.

-Lloraste por amor. ¿Sos de llorar seguido?

-Sí, soy muy llorón, lloro por cualquier cosa. Mi hijo más grande, cuando estamos viendo una película, me mira de reojo y me dice “es el momento sentimental” porque infiere que voy a llorar. No me jacto de eso, sólo me pasa, por eso el llanto tiene cierto protagonismo en el libro.

-A llorar a la llorería, como te decía tu papá…

-Claro: de ahí el título: cuando alguien protestaba porque Independiente perdía decía “a llorar a la llorería”.

© LA GACETA

La llorería*

Por Martín Sivak

Uno. 2018. Primer final

En las vísperas de la Nochebuena N. me dejó por mensaje de texto. Lo disparó desde un campo remoto de la Patagonia con temperatura templada y lo recibí en un hotel céntrico de la ciudad de Catamarca con 39,5 grados.

Siento que quiero estar sola por un tiempo.

Con taquicardia, me largué a caminar por la peatonal. Compré un Gatorade helado de color azul; más tarde, unas Havaianas grises. Esa tarde subí un cerro, me bañé en el río y conocí una docena de cactus gigantes. La geografía, sus accidentes, su vegetación, no me alejaba del monotema.

Pasé la noche del 24 de diciembre notificando de la novedad a unas pocas personas. Escribí una carta, un manifiesto de la desesperación. La mandé a las 5.35 de la mañana del 25 de diciembre.

Antes de tomar el avión a Buenos Aires recibí una respuesta que interpreté lapidaria.

Es lo más lindo que leí en ya no sé cuanto.

A las pocas horas nos reunimos en mi casa, sede central del año que pasamos juntos. Preparé con cuidado la escena de la conversación final. Limpié, ordené y compré frutas de verano para la fuente dorada del comedor diario. Con Google como ayudamemoria preparé en una jarra un Pimm’s, una bebida a base de ginebra y licores frutales que se convierte en limonada suavemente alcohólica cuando se le agregan cítricos, pepinos en rodajas, hielo y soda. Un clásico de los casamientos boreales en Inglaterra y de los descansos durante el torneo de Wimbledon.

Después de una ducha fría, me puse Axe Marine, el desodorante que me acompaña cada día desde los 14 años. Elegí una bermuda de un azul estruendoso y una camisa celeste. Dudé si quedar descalzo. Recuerdo la duda, pero no su resolución.

Esperé la llegada de N. derrotado, pero en calma.

Entró al hall de casa con una distancia manifiesta y la acortó con un abrazo que duró unos segundos. Vestía un jean y una remera Vince blanca de algodón. Me dijo que prefería estar sola, tener como única responsabilidad a sus dos hijas y andar liviana por la vida. Que le gustaba más el caos que el orden, que le incomodaba el compromiso de responderme los mensajes de texto, que no aguantaba más a su padre y que se iba a tomar vacaciones con una amiga. Y que no me diría nada lindo para no generar ninguna ambigüedad.

Elogió el Pimm’s.

Después del intervalo retomó su catarsis: éramos totalmente incompatibles; anhelaba vivir fuera de la Argentina. Dio como destinos San Francisco, Miami y Madrid.

-Odiás Estados Unidos -le recordé y debí controlar que de pronto los latidos del corazón se me desbocaran esa noche.

Me hubiese dolido toda forma de separación, pero me dolió más que dijera cualquier cosa con tal de apurar el trámite. No lloré, no intenté torcer su decisión, no le pedí nada. Como volvía una y otra vez sobre los mismos temas -especialmente su voluntad de convertirse en una persona que se pudiera mover con liviandad- le dije que no había más que hablar. Que le abría la puerta.

Me pidió el único objeto suyo que había en mi casa: el cargador de su teléfono. No lo encontramos.

-Suerte con tu vida -le dije sin desearle nada cuando nos despedimos en el hall.

No contestó.

*Fragmento.

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