El árbol y sus hojas huérfanas

El árbol y sus hojas huérfanas
10 Noviembre 2025

Walter Gallardo

Periodista tucumano radicado en Madrid

Murió en la cama, rodeado del cariño de su familia y la obediencia servil de sus colaboradores. Ocurrió el 20 de noviembre de 1975, a pocos días de que firmara la enésima condena de muerte. Murió matando, del mismo modo que vivió. Para él, se trataba de un trámite ordinario: sin clemencia y en nombre de una falsa lucha contra los infieles comunistas -en realidad contra todos los que se opusieran a sus deseos y arbitrariedades-, había ordenado fusilar hasta ese momento a más de 150.000 personas, en su inmensa mayoría compatriotas. A otras las estrangularía, usando el llamado “garrote vil”. En su hora final tenía 82 años y lideraba una de las dictaduras más largas y sanguinarias de la historia. Hablamos, por supuesto, de Francisco Franco.

Su aspecto físico parecía no corresponderse con su poder. De estatura liliputiense y una voz de flautín, casi una parodia de alguien autoritario y cruel, fue durante cuatro décadas el dueño del terror, el silencio y, sobre todo, de la vida en España. Destacaba su talento para alimentar de odio y de venganza a un régimen que instaló un oído en cada calle, en cada oficina y en cada hogar; que impuso con meticuloso cálculo una de las formas más humillantes y brutales de mansedumbre ciudadana disfrazada de orden y paz. Su “servicio a la patria”, incluyendo la Guerra Civil y un ciclo interminable de represalias, dejaría como saldo alrededor de un millón de muertos, cientos de miles de exiliados (sólo a Francia huirían 400.000 españoles), una dolorosa diáspora cultural, una nación gris, atrasada y triste, y al menos un par de décadas de penurias, en particular de hambre.

Olvido y encuesta

A punto de cumplirse medio siglo del final de aquella larga noche, la sociedad no sólo se encuentra lejos de reconciliarse, sino que muestra inconfundibles signos de la enfermedad llamada “olvido”. Aquí va uno: a propósito de este aniversario, el Centro de Investigaciones Sociológicas hizo una encuesta con esta pregunta textual: “En general, ¿cree usted que los años de dictadura franquista para España y los españoles fueron muy malos, malos, buenos o muy buenos?” Desconcertante fue el resultado: el 21,3 % respondió que aquellos años de miedo e infamia fueron buenos o muy buenos. En tanto, para el 17,3% el actual régimen democrático es peor que la dictadura franquista: “peor” para un 11,8% y “mucho peor” para el 5,5%. Desmenuzando los detalles, no es casual comprobar que entre los encuestados con una opinión a favor de aquella etapa atroz se encuentren mayoritariamente los votantes de derechas, como los del Partido Popular, y aún más los de ultraderecha, como los de Vox. Ambos, nacidos del mismo vientre (al primero, inicialmente llamado Alianza Popular, lo fundaron siete ministros de Franco y el segundo es un hijo rebelde del PP), ya muestran sin pudor sus escarceos amorosos y podrían gobernar España en los próximos años. Sin embargo, lo curioso es que esta renuncia a la memoria sea además asumida con llamativa arrogancia por un 20 por ciento de los más jóvenes, instalados hoy en una confortable clase media que la democracia supo ofrecerles sin exigencias ni reproches; es curioso también que no reconozcan la contradicción de exaltar un pasado donde sus vidas resultarían miserables y sus bocas estarían cerradas, y la posibilidad de hablar y opinar libremente en esta misma encuesta.

Y como si la sociedad no hubiera recibido ya suficiente afrenta, la misma sociedad que con grandes obstáculos políticos (siempre desde el mismo sector) aún busca encontrar en fosas comunes o en las cunetas de toda España a sus familiares asesinados por el franquismo, se presenta el rey emérito Juan Carlos I, hoy exiliado voluntariamente en Abu Dabi, y aporta su inesperada cuota de discordia y enredo. En sus memorias publicadas hace unos días declara su cariño, casi filial, por el máximo verdugo del país. Dice: “Lo respetaba enormemente, apreciaba su inteligencia y sentido político (…) Nunca dejé que nadie lo criticara delante de mí”. Él, rey durante 39 años, a quien una gran parte de la población lo había considerado como “padre de la democracia española”, subraya sin matices su admiración por el dictador: “Nadie pudo destronarlo, ni siquiera desestabilizarlo, lo cual, durante tanto tiempo, es un logro”.

Sabemos que la capacidad de olvido puede ser terapéutica y, según las circunstancias, también una patología cuando se relativizan los errores del pasado o se los viste con un atuendo que jamás llevaron.

Malhumor social

Si ampliamos la foto, comprobaremos que esto que ocurre en España lamentablemente no es un fenómeno aislado. La reivindicación de lo opuesto a la libertad en nombre de la libertad se ha transformado en una tendencia enfermiza y peligrosa. En un gran número de encuestas realizadas en los últimos meses en Europa se pone en duda las cualidades más útiles de la democracia o directamente se la acusa de todos los males que se afrontan a diario, sobre todo de la ausencia de la más mínima de las certezas en este mundo líquido, como definía Zygmunt Bauman a ese mundo donde todo cambia todo el tiempo. Por ese malhumor social y la sensación de nunca ser escuchado, se están filtrando los movimientos neonazis o neofascistas con sus agresivas consignas vacías, cargadas de mentiras y de un patriotismo de cartón piedra. Sin antecedente de gestión, con fantasiosas propuestas de soluciones fáciles a problemas difíciles, van ocupando cada vez más escaños y espacios de decisión en los parlamentos del continente. En algunos países son hoy fuerzas con aspiraciones a gobernar en los próximos años y su creciente popularidad ejerce una suerte de extorsión sobre las actuales administraciones -en particular las ideológicamente afines- que no saben cómo parar su avance. Algunas adoptan parte de sus postulados en un intento infructuoso de saciar el apetito populista y, en ese proceso de cesión de rasgos de identidad, los votantes terminan desechando la imitación para inclinarse por el original. Quizás sólo sea una casualidad para los cándidos, una maldita coincidencia, pero la realidad confirma que todos estos movimientos extremistas miran con admiración, casi con embeleso, el tipo de liderazgo del presidente de Estados Unidos, mientras éste a su vez se muestra deslumbrado por el poder de Putin o Xi Jinping. Es decir, por un poder absolutista e incompatible con la democracia.

¿Es esto a lo que la sociedad moderna puede aspirar como ideal? Mientras se intenta responder a esta pregunta, lo cierto es que los regímenes autocráticos han avanzado como un tsunami en los últimos 20 años. En la actualidad, según el último informe de Varieties of Democracy Institute, conocido como V-Dem, en este 2025 tres de cada cuatro personas en el mundo (72 %) viven en autocracias. Algo similar sostienen estudios elaborados por Freedom House o International Idea. Anne Applebaum, prestigiosa historiadora y periodista estadounidense, analizó esta situación en su libro Autocracia S.A. Nos dice que “Los autócratas modernos difieren en muchos aspectos de sus predecesores del siglo XX. Sin embargo, los herederos, sucesores e imitadores de esos líderes y pensadores anteriores, por muy variadas que sean sus ideologías, tienen un enemigo común: nosotros”. Y agrega: “Para ser más precisos, ese enemigo es el mundo democrático, «Occidente», la OTAN, la Unión Europea, los adversarios democráticos de su propio país y las ideas liberales que los inspiran a todos”.

¿Hay remedio? Sí, y apenas requiere una mirada hacia atrás. La memoria es la bandera; sólo el espejo del pasado es capaz de enseñar un camino de sensatez en beneficio del conjunto y en contra de los aventureros que tratan de vender experimentos ya fracasados, muchos de ellos manchados de sangre. El escritor Michael Crichton gustaba recomendar como una medicina para la desmemoria lo que decía uno de sus profesores en la universidad: “Si no conoces tu historia, es que no sabes nada. Eres una hoja que ignora que fue parte de un árbol”. Y la historia, según quienes empezaron a contarla desde sus inicios con cierto rigor, constituye una forma de evitar el olvido de lo que merece ser recordado. Incluso, o, sobre todo, de lo malo para no repetirlo.

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