Alejandro Urueña
Ética e Inteligencia Artificial (IA) - Founder & CEO Clever Hans Diseño de Arquitectura y Soluciones en Inteligencia Artificial. Magister en Inteligencia Artificial.
María S. Taboada
Lingüista y Mg. en Psicología Social. Prof. de Lingüística General I y Política y Planificación Lingüísticas de la Fac. de Filosofía y Letras de la UNT.
En un texto reciente, Altman (dueño de OpenAI) retoma la idea de la singularidad difundida por R. Kurzweil (2012) que la estima como una conquista para mediados de este siglo (Altman: la singularidad armoniosa). Con el concepto, Kurzweil alude a una instancia tecnológica en el que la IA superinteligente superaría las capacidades humanas y permitiría a los humanos -entre otras cosas- trascender su existencia en el cerebro de una máquina luego de haber fallecido.
Altman enfoca esa singularidad desde la perspectiva de un desarrollo “armonioso” en el que el presente fluiría hacia un futuro superador.
Considera que ya hemos llegado a un punto de inflexión. Retomando las ideas de lo que considera la “ley fundamental de la IA” (OpenAI, 2018) vaticina que en los próximos años “los programas informáticos serán capaces de pensar, leerán documentos jurídicos y darán consejos médicos”, “realizarán trabajos en cadena y tal vez incluso se conviertan en compañeros”. “Y en las décadas siguientes, harán casi todo, incluyendo nuevos descubrimientos científicos que ampliarán nuestro concepto de todo”. Funda sus profecías en el hecho de que el desarrollo tecnológico se duplica cada tres o cuatro meses en una progresión exponencial que terminará generalizando “la eficacia algorítmica de la IA” en todos los campos.
En esa descripción apologética, sobredimensiona – y de paso publicita- la posición de ChatGPT y el uso que de éste se hace: “en cierto modo , ChatGPT ya es más poderoso que cualquier humano que haya existido jamás. Cientos de personas confían en él cada día para tareas cada vez más importantes”.
Una “Iacracia”
Las estrategias discursivas de Altman se enlazan para delinear un mundo ideal donde el gobierno, la gestión del planeta y el trabajo serán realizados por algoritmos que garantizarán la armonía – superando los defectos y las limitaciones humanas- y en la que los homo sapiens (al parecer, menos sapiens que nunca) se dedicarán focalmente a cumplir sus deseos. Una suerte de “IAcracia” (el concepto es nuestro) configurada como un paraíso terrenal en el que la IA es el Dios que lo crea todo y lo proyecta sobre el mundo.
Para dar visos de realidad a su descripción, Altman alude a la IA agéntica, con “agentes capaces de realizar un verdadero trabajo cognitivo” que supera “el código informático”
El CEO sostiene que tanto su empresa como todo el sector tecnológico (especialmente, Silicon Valley) “están construyendo un cerebro para el mundo”. La política y el gobierno quedarán en manos de “este cerebro” más allá de toda voluntad y decisión humana. La idea de construir un cerebro para el mundo presupone la ausencia de todos los cerebros que efectivamente han transformado el planeta a lo largo de millones de años: los homo, que son los únicos capaces hasta el momento de construir el supuesto cerebro universal. Las implicancias epistémicas e ideológicas de la frase emblemática de Altman quedan ocultas sin embargo por la insistencia convergente de mesianismos : “Los robots capaces de fabricar otros robots —y, en cierta medida, centros de datos capaces de fabricar otros centros de datos— están a la vuelta de la esquina”.
Si los robots van a hacer todo o casi todos los trabajos, incluso el que compete a la creación de robots, sustituyendo los cerebros humanos, ¿qué pasará con la autodeterminación, los derechos y la libertad humana? Y, más acá, ¿con el trabajo y la economía de los humanos?
¿Para la humanidad o para un sector?
El mundo ideal de Altman está condicionado por una reforma, tanto del capitalismo, como de los sistemas políticos -particularmente el de la democracia (La ley fundamental de la IA). El reemplazo del trabajo humano por algoritmos y robots desplazará completamente al trabajo humano, que tendrá un costo cero a partir de entonces. El impacto supondrá necesariamente un replanteo político porque, por un lado, se creará una “riqueza fenomenal” (en todo caso para los dueños de la tecnología y el mercado de datos, cosa que Altman no especifica) y, por otro, desaparecerá la mayor parte del empleo humano. El CEO no aborda esta tensión porque señala que el único desafío será cómo gestionar esa riqueza suficiente para que todo el mundo tenga lo necesario.
La IA reducirá el costo de bienes y servicios porque serán desarrollados por robots, creados por otros robots, a energía solar y estos podrán ser alquilados para realizar diferentes tareas a un precio mínimo. Con la super IA produciendo todo, la gente podrá tener trabajo pero con poco valor económico y se dedicará a pasar tiempo con sus seres queridos, al arte, la naturaleza o al bien social.
Para Altman la solución es gravar el capital, esto es, a los propietarios (de la IA y de la tierra) y distribuir lo recaudado entre el resto de la población. Pero el resto de la población o “el mundo” para Altman es Estados Unidos. Así, propone crear un fondo de capital estadounidense para los estadounidenses. Este fondo se conformaría gravando a las empresas por encima de un determinado valor de mercado, con un 2,5% cada año en acciones transferidas al fondo y, al mismo tiempo, gravando el 2,5% del valor de las tierras privadas. Esto llevaría a que todos los ciudadanos estadounidenses mayores de 18 años reciban una distribución anual en dólares y en acciones en sus cuentas. Todo lo básico que necesite el ser humano (estadounidense) será barato y podrá tenerlo. Por eso, los políticos deberán apoyar y adoptar el sistema.
¿Y dónde queda el resto de la humanidad, que no desarrolle IA a los niveles de los gigantes tecnológicos?
La singularidad de Altman: un mundo hecho por la IA, a la medida de sus dueños y para los ciudadanos de los territorios tecnologizados. Un mundo gobernado por las empresas tecnológicas que definen los criterios, las decisiones y los horizontes, con la política a su servicio. Esta parece ser la IAcracia perfecta, el paraíso recuperado (al menos, en el proyecto de Altman) pero en el que la humanidad diversa desaparece tras un modelo tecnocrático pensado para un sector y a condición de su alienación (o de la delegación de sus cerebros pensantes).
Entre el paraíso tecnocrático y la distopía de una “IAcracia”, hay un camino ejecutable: pilotos por fases (ir de lo chico a lo grande); Human‑in‑the‑Loop (HITL, “humano en el bucle”) innegociable; validación de datos antes de entrenar; observabilidad (paneles y registros para ver “qué pasó por dentro”) de los agentes; Model Context Protocol (MCP, “protocolo de contexto del modelo”) solo donde realmente agregue valor y mecanismos de reparto de beneficios más allá de fronteras. Una inteligencia artificial (IA) que amplíe la agencia humana (capacidad de decidir y actuar), respete derechos y políticas comunes y rinda cuentas. Solo así la promesa de la inteligencia artificial (IA) será pública y compartida, y no otro relato de salvación reservado para quienes controlan la máquina.






