El profesor Diego Duquelsky solía recordar en sus cursos de ética judicial una escena tragicómica de los pasillos de un tribunal provinciano, referida al debut de cierto magistrado que vamos a dramatizar con fines pedagógicos.La causa era mínima: supongamos una disputa de medianera, un perro suelto, algo de barrio. El juez, sin embargo, quiso vestir el expediente con la más exquisita erudición. Así imaginemos que el flamante magistrado se embala y empieza a invocar a jurisconsultos romanos y se permite completar la sentencia (que era una nada) con una de las máximas de Quintiliano en perfecto latín.
El acusado, un hombre que apenas entendía el castellano, se quedó petrificado ante «Conscientia pro testibus mille» que lo hizo emocionar hasta las lágrimas, pero no en reconocimiento a que la conciencia es el tribunal más multitudinario pensable. El tema es que no sabía si lo estaban multando, canonizando o condenando a La Roca.
La sentencia, por supuesto, nadie la recuerda; lo inolvidable fue la cara del imputado, que se convirtió en anécdota y luego en materia de ética jurídica como ejemplo de lo que no se debe hacer.
Los economistas practican su propia alquimia verbal, de la que cada vez nos enteramos más por desgracia. Encima no es Quintiliano sino ese inglés bobina, es decir innecesario. Hablan de dumping, carry trade. El vecino quiere entender por qué el pan sube y escucha un idioma que parece diseñado para excluirlo, un diccionario de contraseñas.
Los filósofos, no hay quien lo niegue, somos los peores. Discutimos la universalizabilidad de una máxima moral, la apercepción trascendental, la individuación ontológica. Recuerdo una ocasión personal bochornosa: en un congreso en México, en Veracruz, el calor era imposible. Igual, entusiasta de lo difícil, solía volver al hotel pensando los conceptos de Ludwig Wittgenstein (tal era el motivo del encuentro) y apenas me llamaba la atención los cuantiosos cartelitos con la palabra “Alberca”. Pensaba que era un apellido, un restaurante, quién sabe. En migraciones, al contar mi hospedaje, me dijeron: “¡Qué padre, el de la famosa alberca!”.
Un problema transversal a juristas, economistas, filósofos creídos y además a los seres humanos es que de un tiempo a esta parte dejamos de tener “pausas”, tenemos breaks; y en vez de talleres, workshops. No vamos a tomar algo después del trabajo, sino a un after office, aunque seamos profesores de educación física. Ni hablar de los casos de palabras que no existen ni en inglés ni en castellano, como “coachear” (“anda para allá, coucheado”). A esto debemos sumar lo que pienso que es peor que es cuando los términos rebotan en el castellano. Me refiero al caso paradigmático de “conversatorio”. El término tiene la resonancia de un aparato de precisión y suena a laboratorio, observatorio o algo así. La palabra proviene del inglés con toda probabilidad pero ningún angloparlante le llamaría conversation a un evento. La razón es un pudor, una especie de vergüenza por la modestia (y la ch) de una buena charla
No hay que ser purista, pero tampoco ingenuo. Cada palabra trae su propio escenario. Decir “taller” evoca madera, manos, trabajo. “Conversatorio” suena a un espacio controlado donde vemos a gente conversar a través de un telescopio. “Pausa” es una palabra bellísima y de las más felices al momento de describir un descanso de la atención; no así “break”, que suena a fractura, a algo que se quiebra. No es cuestión de ser genuflexo ante la Real Academia de la Lengua ni nada por el estilo, sino de elegir y aprender palabras para no perdernos la parte honda de nuestra lengua ni de las otras. No quedar en la espuma, por así decirlo. El filósofo vienés Wittgenstein, el del congreso en el que pasé de largo la pileta más espectacular de mi vida, escribió hace unos 100 años que los límites del lenguaje son los límites de mi mundo.









