Alberdi y las palabras imposibles

Por Fabián Soberón para LA GACETA.

Alberdi y las palabras imposibles
31 Agosto 2025

1

En la casa noble de la señora Matheu, departimos con Esteban algunas cuestiones que surgieron en el Salón. Con mesura y cierta timidez, Esteban y yo discutimos. Cerca mío, sentada en un sillón de pana, blanquísima, hermosa, una joven roza con el abanico sus cabellos rubios y enrulados.

Esteban se pone la mano en la boca y tose. Sigue el gesto de la joven y me toca el brazo. Embelesado, me muestra su ocre pelo ensortijado. Yo la miro y ella siente el peso de mi penetrante mirada. Corre su cara y me enfrenta con los ojos verdes. Yo me amilano pero persisto.

–Está sola –comenta Esteban en mi oído.

–Pero no tanto –respondo mientras veo que un joven la toma de la mano.

–Es cierto –dice Esteban y enfoca los ojos en el vacío.

He perseguido a dos damas en los últimos tiempos. Por eso estoy decepcionado. Pienso que acabo de perder una nueva oportunidad.

La música esconde las voces acaloradas y ella sale a bailar con el joven que la lleva de la mano. Los minutos transcurren y mi memoria se convierte en una pena.

Al rato, tomamos la decisión de partir.

Esteban se demora y se queda en el salón principal. Yo me adelanto y me detengo al lado de la puerta. Vuelvo mi cara a la sala y veo, impávido, el vuelo de los pliegues del vestido blanco. La joven está parada, casualmente, al lado de Esteban. Con sigilo, se acerca a él y le entrega un sobre. Yo no sé de qué se trata pero lo intuyo. Ella se escapa rápidamente, gira su cara y encuentra mis ojos en el horizonte. Nuestras miradas se tocan y el amor se perfila como un pájaro en el aire enrarecido. Con un ímpetu que me perfora el cuerpo, sigo mi camino y salgo de la casa.

Esteban me entrega la carta de la joven.

2

Dos días después, por la mañana, recibo una nueva carta. Creo, iluso, que es de ella. Abro y leo las primeras palabras. La carta está escrita con tinta azulina y el ritmo seguro responde al pulso de un hombre. La carta es de un amigo.

Me siento en la cama mal tendida. Mi amigo escribe que ha sido amenazado por haber escrito sobre la libertad de los extranjeros en el suelo argentino. Esto es una mala señal, pienso, y suelto el papel. Veo, inmóvil, que la carta se pierde entre las sábanas pulcras y desordenadas. No puedo dejar de preocuparme. Presuroso, pienso en los avatares que me esperan.

3

En la noche las luciérnagas cantan solitarias y tiernas cerca de la luna. La música de piano que he ejecutado por la tarde, frente a las olas embravecidas, me devuelve los ojos verdes de la joven. En mi mente se entrelazan las impetuosas imágenes carnales y la letra de mi amigo amenazado. Empujado por el miedo a la persecución, pienso que debo irme del país, pero no estoy del todo seguro. Esteban me ha dicho que el historiador oficial nos puede dar una señal. Ahora más que nunca pienso en Don Pedro como el gran consejero. Motivado menos por la esperanza que por el miedo, decido ir a la casa de Don Pedro de Angelis.

4

Por la mañana, temprano, con el alba pegajosa y fría, me paro en las tercas piedras de la vereda, al frente de la casa del italiano. Y lo veo desde la ventana.

Don Pedro, grueso, sentado en una banqueta marrón, repasa las páginas de un documento histórico del Plata. Con la barba prominente y revuelta, se pasa la mano por la quijada poblada de pelos. Perezoso, contempla el libro enorme sobre la mesa, luego bosteza y repite algunas palabras para sí mismo.

Golpeo la puerta. Don Pedro se levanta de la banqueta y abre la puerta. Nos conocemos desde hace tiempo, desde la época de las reuniones filosóficas, en salones tragados por el humo de los cigarros y las voces estentóreas. Por eso entro al despacho con ímpetu, resuelto, y saco mi Fragmento preliminar rápidamente y se lo muestro. Don Pedro lo mira, impertérrito, y me pide que me siente.

–Ya conozco el libro –dice en su media lengua.

Lo miro sorprendido.

Don Pedro me asusta. Me pide que elimine el libro, que lo saque de circulación. Me dice que mis palabras hacen peligrar mi vida. Me quedo anonadado. No sé si lo que me dice es cierto o es una mera fabulación. Sus palabras son como dardos que me desconciertan. Por eso después Sarmiento dirá que soy un cobarde. Pero está equivocado. Don Pedro no habla en broma.

Con la desilusión clavada en la frente, me despido del historiador oficial. Camino por la calle de piedra y dejo que el viento me envuelva con su mano invisible. Mi piel se estremece y mi ropa vuela por el efecto del viento. Llego a mi casa y pienso que debo hablar con Esteban.

5

Esteban Echeverría me espera en el centro del salón. Nos sentamos y al instante empiezo a hablar. Le cuento, agitado, mi reunión con Don Pedro. Esteban me mira, incrédulo, y me roza el brazo en señal de aprobación. Me dice que me tengo que ir.

–Mañana se va Balcarce, también –agrega.

Mientras caminamos hacia la vereda, siento que ya tengo el destino marcado en mi rostro, siento el espesor del futuro en las suaves arrugas de mi cara.

6

Al otro día, Echeverría, Posadas y yo nos subimos al carruaje. Los caballos, incómodos, se resbalan en las piedras húmedas y salpican el agua de los pozos numerosos. El eco de las pisadas me estremece.

El carruaje nos deja en el puerto.

Para disminuir el tiempo vano de la espera, Esteban repite algunos versos de su Cautiva. Posadas lo mira y lo escucha atento. Yo repaso sus caras emocionadas y no lo puedo creer. En unas pocas horas estaré del otro lado, para siempre.

Cuando Esteban hace silencio, veo que ya es la hora. Con el pasaporte en la mano, pienso en el futuro y no me reconozco. Escucho el estruendo sordo de las olas y advierto en mis venas perturbadas la urgencia del futuro. Le doy un abrazo fuerte a Esteban y no adivino, en ese instante, que no lo volveré a ver. A Posadas le hago una broma y él se ríe, como un niño, y me da un golpe suave en la mejilla.

Con los pájaros surcando el aire frío de la mañana, apresurado, atravieso la dársena y dejo, atrás, la ciudad brumosa. Me doy vuelta y encuentro la silueta difusa de las pocas casas del puerto y las caras, pequeñas, ausentes, de Echeverría y de Posadas.

Con el miedo en la boca, acometo mis pasos decisivos. Las piernas me tiemblan de frío y los hombres del bote me esperan.

Antes de cruzar el río, antes de subir al barco, me saco la roja cinta obligatoria y la tiro en la arena. Miro la lenta caída de la cinta y digo algunas palabras imposibles. Miro hacia el agua oscura y descubro que las nubes rojas inundan el cielo. Me toco el brazo. Siento el frío escozor de la ausencia de la cinta.

Subo al barco y me acomodo en un banco improvisado. Añoro las reuniones en el Salón literario. Veo, en el recuerdo, las caras de Esteban y de Juan Gutiérrez, la tinta de los escritos, las proclamas utópicas, las discusiones acaloradas. Pienso que la situación del país es insoportable. Y siento que mi acto es irreversible.

Ya en el viaje, entre las olas voraces del Río de La Plata, recuerdo la caída de la cinta roja. Siento que ese gesto condensa mi odio al tirano. Chasqueo la lengua. Y disfruto la libertad provisoria.

La tormenta asola la noche y me asusto. Luego el cielo se calma y el barco llega al Uruguay.

En los próximos cincuenta años estaré ausente la mayor parte de los días. Estaré ausente de la mayor parte de los hechos, pero no de las ideas.

Con este viaje inicio el otro periplo, el viaje furtivo y solitario, el exilio interminable de mi vida.

Yo fundaré la patria desde el exilio.

© LA GACETA

Fabián Soberón – Director de la película Alberdi en el espejo.

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