Era 1980, época de la última dictadura militar. Una cantidad impresionante de fascículos y libros del CEAL (Centro Editor de América Latina) fueron transportados desde un depósito a un terreno baldío de Sarandí. Decimos “impresionante” no por usar adjetivos al azar, sino porque realmente fueron tantos que tuvieron que transportarse en un camión que necesitó realizar dos viajes. ¿Para qué se los transportó allí? Para quemarlos. Según algunas fuentes eso ocurrió el 30 de agosto, aunque otras sitúan el hecho en el 26 de junio (creemos que esta última es la fecha correcta).
Lo sucedido en Sarandí en 1980 fue el eslabón final de una sucesión de hechos que habían comenzado en diciembre de 1978 cuando inspectores municipales acompañados por policías habían concurrido a un depósito de papel en Avellaneda para clausurarlo por falta de habilitación. Ese hecho que no iba a pasar de algo de rutina tomó un cariz diferente cuando en el local encontraron, según las autoridades intervinientes, “varios centenares de miles de libros, revistas, enciclopedias y discos con marcada ideología marxista-leninista”. Ante esa novedad, los policías se llevaron ejemplares diversos, como relatan Hernán Invernizzi y Judith Gociol en Un golpe a los libros.
El citado local fue clausurado y luego se realizó un Informe de Inteligencia distinguiendo distintas clases de obras. Por una parte, estaba el “material no cuestionable”, como Amalia de José Mármol o El matadero de Esteban Echeverría. Sin embargo, había también “material cuestionable”, en el cual se hallaba “notable la apología del sistema marxista”, como en fascículos de “Historia del movimiento obrero”, “Transformaciones” o “Siglomundo”. Se inició entonces una causa por “presunta infracción a la ley 20840”, que penaba a “el que intente o preconice por cualquier medio, alterar o suprimir el orden institucional y la paz social de la Nación”. Ante esta situación, se presentó ante las autoridades Boris Spivacow, el director de la editorial, alegando que el material era para venderlo como rezago de papel viejo, ya que entendía que era “inadecuado para su venta” y que en su momento había sido hecho solo por razones comerciales, ya que “la literatura de izquierda vendía”. Por supuesto, eso iba en contra de lo que realmente este pensaba y lo hacía en función de lo aconsejado por sus abogados.
La causa tuvo luego diversas peripecias y finalmente en marzo de 1980 se dio a conocer la sentencia. En esta se aceptaba el alegato de que era material de rezago y se ordenaba que en el plazo perentorio de un mes se destruyese. Como el CEAL no lo hizo en el plazo acordado, se encargó entonces la policía. En total fueron 24 toneladas (sí, 24 toneladas) de libros y fascículos los que fueron trasladados al terreno baldío de Sarandí. En un inicio la policía intentó prender fuego con simples fósforos, pero fue imposible dado que era un material húmedo, envuelto y apretado desde hacía varios años, por lo cual otro patrullero tuvo que venir con cierto tipo de combustible para lograr que se quemasen. Fue así como cerca de las cuatro de la tarde alrededor de un millón y medio de ejemplares comenzaron a arder…
En 1953, período del senador Joseph McCarthy en Estados Unidos, se publicó Farenheit 451. Allí, Ray Bradbury planteó una época en la cual existirían agentes como Montag, el protagonista, cuya labor sería la quema de libros ya que estos estarían prohibidos. En 1980, en la Argentina se logró algo que parece increíble: convertir esa visión distópica en una concreta realidad.
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Carlos Cámpora - Licenciado en Letras (UBA), doctor en Ciencias Sociales (UBA).
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