ATENCIÓN. Los peatones se sienten atraídos al ver la vidriera. LA GACETA/ FOTO DE OSVALDO RIPOLL
En una vereda angosta del barrio del Abasto, un pequeño mueble con puertas de vidrio se ha convertido en punto de encuentro, una excusa para detenerse y, a veces, primer paso de un viaje que cabe en la palma de una mano: un libro.
La idea nació de Fernando Ríos Kissner, gestor cultural y creador de proyectos que siempre tuvieron a la palabra impresa como protagonista. “A pesar de todo el traslado tecnológico, estoy convencido de que el libro aún es un elemento de profundo interés en la comunidad –dice-. Es una especie de seducción inevitable: la gente quiere tomarlo, ojearlo, ver de qué se trata”.
No es su primer experimento con la lectura en movimiento. Antes impulsó “Arte Rodante”, que llevaba libros a plazas y espacios públicos, y una serie de bibliotecas hechas con heladeras familiares recuperadas e intervenidas por artistas, luego entregadas a escuelas con ejemplares donados por vecinos.
“Siempre me interesó el libro porque, además, tengo una hija de 11 años y lucho, como todos los padres, para que encuentre ese enamoramiento que muchos tenemos por la lectura”, confiesa.
Un botiquín frustrado
La Biblioteca al Paso nació casi por accidente. “Me regalaron un mueblecito con puertas de vidrio que iba a usar como botiquín, pero me parecía muy grande. Una mañana pensé: ‘Esto podría ser nuestro buzón de intercambio de libros’”. Lo colocó frente a Cità, el abasto cultural que dirige, y esperó.
“Me emociona cuando vuelvo a ver un libro que dejé y que estuvo un tiempo viajando por manos ajenas”, comenta En esas páginas que regresan hay doble historia. La que escribió el autor y la que tejió el lector que la llevó consigo por un tiempo.
CAMBIO DE ROL. Aunque Fernando se imaginó que la vitrina podría ser un botiquín para su hogar, pronto cambió de idea. LA GACETA/ FOTO DE OSVALDO RIPOLL
En otros lugares del mundo, proyectos así llevan años funcionando: Little Free Library en Estados Unidos (que este año celebró su biblioteca número 200.000), Street Library Australia, las Bücherschränke alemanas instaladas incluso en cabinas telefónicas, las boîtes à livres francesas y las bibliocabinas españolas que transforman antiguas cabinas de teléfono en microbibliotecas.
En Argentina, la experiencia se multiplicó desde 2016, con hitos como la de Parque Chas que creó una maestra en Buenos Aires.
Experiencia “pequeña”
Antes de inaugurarla, Ríos Kisner evaluó todos los escenarios catastróficos: vidrios rotos, libros desaparecidos, vandalismo. Pero pasó lo contrario. “Es emocionante ver cómo no solo se llevan libros, sino que también traen ejemplares hermosos y completos. Es un gesto de generosidad enorme”, indica.
UNA MIRADA. Aunque sea para ver las hojas de las obras, la gente se detiene. LA GACETA/ FOTO DE OSVALDO RIPOLL
El mueble pintado en rojo alberga cerca de veinte libros, pero está en constante movimiento. Fernando selecciona novelas históricas, best-sellers y literatura infantil, mientras que las donaciones de vecinos suman sorpresas: “Un día dejaron una colección de obras de Shakespeare, entre ellas El rey Lear”, cuenta. Esta obra atrapa muchos porque narra la historia de un rey que divide su reino entre sus hijas, favoreciendo a las que le adulan y rechazando a la que le ama sinceramente. Esta decisión desencadena una serie de eventos trágicos que llevan a la locura del rey, la traición de sus hijas y la muerte de varios personajes clave.
En un mundo que parece ir a toda velocidad, la Biblioteca al Paso impone un gesto a contramano: detenerse, elegir con calma, abrir un universo entre las manos. “Un libro en una biblioteca cerrada es apenas papel -dice Ríos Kisner-. En cambio, en la calle, bajo el sol o la sombra de un árbol, se convierte en un puente inmediato con otro”. Ese puente, en el Abasto, ya está tendido.
La consigna es simple, hay que tomar o dejar un libro sin pedir permiso y se puede dejar otro a cambio. “Trato de no salir al encuentro para no condicionar a nadie. Me gusta observar la libertad con la que el vecino elige”, explica.
Al lado, un cartel con fondo negro y prolijas letras blancas recuerda que es un espacio de todos e invita: “llevá un libro que te inspire, dejános uno que te haya transformado”.
Del Abasto al mundo
Ríos Kissner sueña con que la experiencia se replique. “Podría funcionar muy bien en frentes de casas de familia, si encontramos vecinos responsables que quieran cuidarlas”, asevera.
Además aclara que no lleva casi tiempo de sostener. Se necesita solo mantener el orden y controlar que siempre haya libros. “El resto lo administra el propio vecino”, dice.
En un país donde las bibliotecas populares muchas veces se desarrollan “tan hacia adentro” que pierden contacto con su comunidad, esta caja de vidrio y letras propone lo contrario. Quiere abrirse a la calle, al roce casual, a la lectura sin filtros.
Tal vez por eso, en esa vereda angosta, los libros parecen no quedarse quietos. Entran, salen, cambian de manos, y dejan, como huella, la certeza de que todavía hay historias que viajan mejor cuando no tienen candado.








