“No corrás, esperemos que los violentos se alejen”: el consejo que ya no basta para recuperar la fiesta del fútbol

“No corrás, esperemos que los violentos se alejen”: el consejo que ya no basta para recuperar la fiesta del fútbol

Hay escenas que se repiten con una frecuencia tan insoportable como dolorosa. El fútbol, ese espectáculo que debería ser una fiesta popular, vuelve a mancharse con sangre, miedo y vergüenza. La última postal llega desde el mítico “Libertadores de América”, ese estadio que tantas noches de Copas tiene sobre su lomo. En el duelo entre Independiente y Universidad de Chile por la Copa Sudamericana la violencia irrumpió sin pedir permiso. Lo que debía ser una noche de pasión terminó con hinchas golpeados, familias aterradas, detenidos y un operativo de seguridad que otra vez quedó bajo la lupa.

Las imágenes de los hinchas chilenos acorralados, reducidos a simples víctimas del descontrol, nos devuelven la peor cara de nuestro fútbol. Da un escalofrío en la espalda el sólo hecho de pensar en esas familias que viajaron ilusionadas a ver a su equipo, pero se encontraron con un escenario que parecía una emboscada. Y verlos correr y sufrir, inevitablemente me devuelve a mi infancia.

Cuando iba a la cancha con mi papá y empezaban las corridas, él me repetía una frase que todavía sigue fresca en mi memoria. “No corrás. Nos quedemos acá hasta que los violentos se alejen”. Era su manera de enseñarme a sobrevivir en un territorio que, a veces, parecía más un campo de batalla que un estadio de fútbol. Quizás eso mismo pensaron los hinchas chilenos que intentaban protegerse. Esos que no corrieron, que se refugiaron en la tribuna, pero a los que la violencia los encontró igual. Porque los violentos no corren: cazan.

Y ahí, lo más paradójico de lo ocurrido en Avellaneda es que tal vez quienes sufrieron la barbarie no fueron los mismos que la habían iniciado. Porque esos barras que entran con privilegios al estadio y que gozan de un poder que nadie se anima a discutir, ya no estaban allí cuando la barra de Independiente comenzó a castigar. Como tantas veces, desaparecieron en silencio antes del estallido. Los que quedaron, entonces, podrían haber sido hinchas comunes, indefensos, sometidos a la lógica del caos.

Maquinaria enquistada

La pregunta es obvia y cae por peso específico. ¿Quién dejó entrar a la tribuna visitante a los barras del “Rojo”? ¿Quién se beneficia con que esos grupos tengan vía libre en cada cancha del país? Porque las barras no son un accidente del fútbol, sino una maquinaria enquistada, con complicidades políticas, dirigenciales y policiales. Sin esos tres engranajes, hace rato que serían un mal recuerdo.

Y lo que ocurrió en Avellaneda no nos es ajeno. Tucumán también acaba de tener sus propias postales de horror. En las adyacencias del Monumental, luego del empate entre Atlético y Rosario Central, la avenida Juan B. Justo quedó convertida en un campo minado. Hubo vidrios rotos, autos destrozados, comercios castigados, manchas de sangre en la vereda, y vecinos y comerciantes aterrados por tener que pagar el precio del descontrol.

El operativo policial fue presentado como un “éxito” por las autoridades, pero los testimonios de quienes estuvieron allí contaron una historia diametralmente opuesta: ómnibus sin custodia, corridas, golpes y un miedo que todavía resuena entre quienes se refugiaron en bares y comercios.

Y si de barras hablamos, el caso de San Martín es todavía más elocuente. La interna violenta entre facciones de la hinchada, las amenazas, las peleas que se trasladan de la tribuna a la calle son una prueba irrefutable de que, mientras el club intenta crecer, una minoría organizada condiciona la vida institucional y deportiva. Y el miedo entre los hinchas comunes va en aumento. “En cualquier momento va a pasar algo grave. Esos violentos sólo van a buscar el rédito propio, no les interesa para nada el club”, aseguró un fanático que lleva años en la tribuna “santa”.

Pero para erradicar a los violentos se necesita de una serie de acciones que involucran a diferentes actores. Los dirigentes de los clubes deben dejar de mirar hacia otro lado y cortar los lazos de connivencia; los políticos, terminar con el uso de las barras como fuerza de choque en marchas y hasta en elecciones; la Justicia, aplicar sanciones contundentes y la Policía, diseñar operativos eficientes.

Llevar a cabo ese plan no es sencillo, pero tiene un premio invaluable: poder vivir el fútbol como una fiesta sin escándalos. No puede ser que ir a la cancha implique pensar estrategias de supervivencia, o que padres que llevan a sus hijos a los estadios tengan que calcular dónde sentarse, por qué calle volver o cómo resguardarse si todo estalla. Es inentendible que lo normal sea mirar de reojo la salida, como si tratase de una escena de una película de guerra.

El fútbol es demasiado hermoso para seguir siendo rehén de los violentos. La violencia no es folclore y tampoco es parte del juego. Cada accionar de los violentos se presenta como una tragedia aislada. Ocurra en Tucumán, en Buenos Aires o en cualquier lugar del mapa nacional, siempre se repite la misma pregunta; ¿hasta cuándo?

Quizás la respuesta esté en la valentía de comenzar a decir basta, de asumir que la violencia no se erradica con slogans ni con controles a medias. Hace falta decisión política, dirigencial y social. Es necesario que alguien, de una vez por todas, piense en los que verdaderamente sostienen esta pasión: los hinchas de carne y hueso; los que van con sus hijos, los que heredan la camiseta y los colores de igual manera que se hereda un apellido.

Esa enseñanza de no correr, sino de resguardarse hasta que los violentos se alejen parece ya no alcanzar. Porque los violentos no se alejan solos, hay que alejarlos; hay que expulsarlos de nuestro fútbol. Y eso, aunque muchos no quieran admitirlo, depende de todos. Porque si cada uno de los involucrados en el fútbol aportan su granito de arena, es posible parar esta locura.

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