En Tucumán, el taxi no nació con pantallas táctiles ni GPS, sino con el rugido tímido de un motor recién llegado a la ciudad. Mientras en 1904 París estrenaba el primer automóvil de alquiler con taxímetro gracias a Luis Renault -y nacía la palabra “taxi”, abreviatura de taxímetro-, en marzo de 1906 el diario vespertino El Orden anunciaba que un emprendedor local, Remigio Guzmán, ponía en marcha un servicio de “automóviles de alquiler”. Para una comunidad acostumbrada a caballos y tranvías, aquello era un lujo inédito. Su coche, descripto como “el mejor de la provincia”, podía transportar a cuatro pasajeros con asientos amplios y chofer incluido, ofreciendo la experiencia de viajar en la modernidad. Desde su cochera en la primera cuadra de Ayacucho, cobraba cinco pesos por hora, una tarifa elevada que compraba, más que un traslado, la experiencia de viajar en la modernidad.
Pronto los taxis se instalaron en la vida social tucumana: esperaban en la plaza Independencia, frente a confiterías o a la salida de circos y teatros. Concesiones municipales, normativas y hasta la obligación del taxímetro buscaron ordenar la prestación, aunque muchas veces quedaron en el papel. Con el paso de las décadas, otro actor empezó a ganar espacio: el remise. Pensado como un “servicio premium” reservado para viajes solicitados por teléfono, pronto se desnaturalizó. Sin controles ni registros, cualquiera podía convertirse en remisero, aunque no tuviera licencia, revisiones técnicas o antecedentes limpios.
La falta de empleo fue la excusa perfecta para tolerar la ilegalidad, pero la ausencia de regulación abrió la puerta a abusos y delitos. En pocas décadas, el sistema formal perdió terreno frente a un transporte ilegal que crecía sin freno y que operaba al margen de toda norma. Durante los últimos 20 años del siglo pasado, las calles tucumanas fueron escenario de una batalla constante entre los taxistas registrados y los choferes que no lo estaban. A mediados de los años ‘90, se estimaba que más de 5.500 vehículos se encontraban en actividad sin habilitación en el “Jardín de la República”, desplazando a los choferes formales y poniendo en riesgo a los pasajeros. Bastaba atar una cinta a la antena para salir a la calle a buscar pasajeros.
Se ensayaron múltiples estrategias para frenar la proliferación de remises “truchos”, desde operativos de control hasta propuestas de reformas normativas, pero ninguna logró consolidarse: la informalidad siguió ganando terreno. “Viajar en taxi nos cuesta el doble”, decía un vecino entrevistado por LA GACETA para justificar la elección por el transporte clandestino.
En 2006, se unificaron los servicios de taxis y remises en un intento desesperado por ordenar un sistema que había caído en su punto más bajo. La chispa fue la desaparición y muerte de Paulina Alejandra Lebbos, vista por última vez al subir a un remise que nadie podía identificar. El objetivo fue incorporar a todos los coches que operaban fuera de la ley y así ponerles un marco regulatorio. Con esa meta, en abril de 2006 se creó el Sutrappa (Servicio Único de Transporte Público de Pasajeros en Automóvil), concebido como una herramienta para ordenar el caos que reinaba en las calles.
Y llegó Uber...
Poco más de un siglo después de la llegada de aquel primer taxi, otra irrupción volvió a sacudir el tablero: Uber. La aplicación, a la que luego se le sumaron Cabify y Didi, desembarcó con el mismo discurso de modernidad que alguna vez acompañó al remise, prometiendo eficiencia, tarifas competitivas y tecnología al servicio del pasajero. Sin embargo, el patrón se repitió: comenzó a operar sin un marco legal claro y en abierto conflicto con el sistema formal, como ocurre en otras ciudades del mundo. Así como antes bastaba atar una cinta a la antena para ofrecer transporte sin habilitación, en la era digital basta con registrarse en una app para empezar a llevar pasajeros.
En el Concejo Deliberante de San Miguel de Tucumán hay consenso en que las plataformas deben regularse, pero el debate podría quedar en pausa hasta después de las elecciones de octubre para evitar el costo político. Mientras tanto, el registro de choferes de Uber crece a un ritmo acelerado y la aplicación se expande sin que haya un marco claro que la encuadre. La empresa, fiel a su hermetismo, se niega a revelar cuántos vehículos operan en la ciudad, lo que alimenta la sensación de que la actividad avanza en las sombras y a una velocidad que la política no logra igualar.
Ante la crisis económica que atraviesa el país, cada vez más personas recurren a las aplicaciones de transporte como una fuente de ingresos extra. No es raro ver autos cero kilómetro sumarse a estas plataformas, transformando un bien de alto valor en una herramienta para compensar la caída del poder adquisitivo.
Y como si fuera poco, irrumpió otro protagonista: la moto. Con tarifas bajas y la capacidad de sortear el embotellamiento del microcentro, se volvió la preferida de muchos -desde estudiantes apurados hasta empleados que quieren llegar rápido a casa-, incluso por encima del colectivo. En mayo, se calculaba que unas 5.000 “Ubermotos” circulaban por la ciudad, muchas de ellas desafiando las normas de tránsito. Conductores que alternaban la vista entre el celular y la calle multiplicaban los riesgos en una provincia donde el 80% de los accidentes viales involucran a este tipo de rodados, según los números del Ministerio de Salud Pública.
El tablero del transporte en Tucumán está en plena reconfiguración y cada movimiento parece tensar un poco más las piezas. Entre intereses sectoriales, presiones electorales y la irrupción de nuevos actores, la ciudad se enfrenta a un dilema que no admite dilaciones: establecer reglas claras o seguir sumando capas de desorden. Parece que encontrar una solución a este problema sería un milagro, o quizás el verdadero milagro sea que todavía logremos llegar a destino.









