“Quiero salvar a mi hijo”: el grito de Graciela en un barrio golpeado por la droga

Madres piden ayuda en La Bombilla. El consumo empieza a edades cada vez más tempranas. Pobreza, abandono y falta de oportunidades.

PREOCUPACIÓN. Graciela observa desde la vereda a su hijo, que camina sin rumbo. Ella, como muchas madres en La Bombilla, teme por su vida. PREOCUPACIÓN. Graciela observa desde la vereda a su hijo, que camina sin rumbo. Ella, como muchas madres en La Bombilla, teme por su vida.

Es de madrugada y una vez más, con sus manos temblorosas, Graciela Céliz marca en el teléfono el número 135 (línea de asistencia al riesgo suicida). Apenas puede hablar. Su hijo de 17 años está a punto quitarse la vida y ella tiene que salvarlo. Llama también a la Policía. Está desesperada. Ya no sabe qué hacer para que ese joven, el mismo que hace unos años estudiaba en una escuela técnica y tenía un futuro prometedor, hoy deje de pensar en la droga y en la muerte.

Le aterra que pueda pasarle algo grave cada vez que sale a buscar sustancias. El adolescente ya fue internado una vez en el hospital Obarrio por su adicción y también estuvo preso por robar para poder comprar droga. Al igual que en el caso de Graciela, el intento desesperado de salvar a un hijo o una hija ha movilizado a varias madres en los últimos días en el barrio Juan XXIII, más conocido como La Bombilla. Sus testimonios echan luz sobre un drama que en Tucumán crece: el aumento de chicos y adolescentes que empiezan a consumir a edades cada vez más tempranas.  

Temores

“Lo quiero salvar a mi hijo como sea. El está en tratamiento y medicado, pero no alcanza. Sale cada día a dar vueltas por el barrio y se droga”, dice la mujer de  39 años, delgada, pelo recogido, campera negra y jeans. Teme por sus otros tres hijos también; uno de ellos, el de 12 años, sufre depresión y no quiere ir a la escuela. Los otros dos tienen 10 y 6 años. Está sola y desempleada.

En su casa, comen porque el merendero que funciona en el barrio les entrega desayuno y almuerzo. La merienda y la cena, con suerte, la pueden hacer los días en que consiguen algo de plata para comprar alimentos. “Necesito trabajar para poder sacar adelante a mi familia”, suplica la mujer. “Se que a veces nos culpan a los padres cuando un hijo se droga; solo una persona que pasa por esto sabe lo que es el tormento”, dice antes de quebrarse en llanto.

La mamá ve pasar a su hijo por la vereda de enfrente: “¿ves ese flaco, alto, vestido de blanco? ¿Pensarías que es un adicto? Él era un chico rebien. Es cierto que somos pobres, pero nunca faltó nada en esta casa, menos cariño. Su papá se suicidó cuando él tenía 10 años. Fue muy duro. Yo quiero que esté bien y ya no sé qué hacer”, dice.

Graciela y otras madres pidieron que haya algún lugar donde los chicos estén contenidos durante varias horas, aprendieron algún oficio o realizando talleres. “El problema acá es que pasan mucho tiempo sin hacer nada, en la calle, y ahí están las juntas. Entonces, se drogan”, expresa.

La mayoría de los vecinos consultados contaron que se ven chicos adictos desde los ocho años. La realidad es cada vez más preocupante, aseguran. Lo confirman los agentes sanitarios que trabajan en la zona, y también un informe que redactó la Secretaría de Estado de Políticas Integrales sobre Adicciones, dependiente del Ministerio de Desarrollo Social de la Provincia.

Las drogas

El paco ya quedó viejo, comentan los vecinos de este barrio que desde hace muchos años está bajo la lupa por el alto consumo de sustancias. Hay calles pavimentadas y otras de ripio. Todas están atravesadas por pérdidas de agua y líquidos cloacales.  

Los pasajes de este vecindario (ubicado en los alrededores de calle Italia al 1.900) son las zonas de mayor riesgo. Generalmente están a oscuras (“cada vez que reponen el alumbrado, la gente rompe los focos a propósito”, dicen los vecinos). A cualquier hora es posible ver adolescentes que caminan sin rumbo o parados en las esquinas, fumando. ¿Qué consumen? Le llaman cripy. Y aunque los expertos hablan de esta droga -creepy- para referirse a una marihuana potente y costosa, en el barrio reconocen que debe ser un preparado que incluye esa y otras sustancias.

Según describen, también los chicos se enganchan con “alita de mosca” -una sustancia cristalina que se obtiene en las últimas etapas del procesamiento de la cocaína- y con pastillas con efectos sedantes, que se compran por $6.000.  

Las drogas se pueden conseguir a cambio de una garrafa, de una llanta o de cualquier objeto.  “Por eso aquí hay cada vez más robos y asaltos. Entraron muchas veces a la escuela, se llevan hasta las rejas y después las venden. Esta semana entraron al merendero y se robaron todas las sillas”, cuenta Romina Díaz, que espera su turno para ser atendida en el CAPS del barrio.

En la sala de espera, los vecinos se ponen al día sobre los casos más preocupantes: el adolescente que recayó y tuvo un intento de suicidio, el joven que dejó la comunidad terapéutica, los que abandonaron la escuela. “La situación es cada vez peor. Es un barrio muy peligroso; muchos chicos andan en la calle consumiendo, desde los ocho años”, resume Gustavo González.

También en La Bombilla hablan de la venta de droga como negocio familiar, algo que se ha  popularizado al igual que en otras zonas como La Costanera. “La Policía hace montones de allanamientos, pero al día siguiente están vendiendo de nuevo”, reconoce Juan Carlos, que vive a la vuelta del centro asistencial.

La directora del CAPS María Auxiliadora (en calle Chile 1.950), Lucía Massa, cuenta que si bien los adolescentes en problemas no se acercan a pedir ayuda, hay muchos profesionales trabajando en la zona: hay psicólogos, asistente social, un grupo territorial y agentes sanitarios.

María Angélica Zelame y Beatriz Bazán son testigos directos de lo que pasa en el barrio. Las agentes cuentan que ellas salen a la calle principalmente martes, miércoles y jueves. Los lunes es bastante peligroso porque los chicos con consumo problemático están con la “resaca” del fin de semana, y los viernes ya “arrancan temprano”.

“Nos acercamos, les hablamos, tratamos de hacer derivaciones para que hagan un tratamiento en el Cepla que funciona cerca de aquí”, remarcaron. “Hay zonas muy críticas: a un compañero nuestro lo golpearon y lo asaltaron. La realidad de algunas familias es muy dura; el desempleo y la subocupación es algo demasiado preocupante, al igual que las adicciones”, resaltaron.

En el merendero que está ubicado frente a la Subjefatura de Policía también son testigos de dolorosas historias. Cada día se suman dos o tres personas más que van a buscar su plato de comida. En total, ahí asisten a unas 70 familias, cuenta Gustavo “Nene” Chaya, un vecino que ideó este espacio desde hace cinco años para ayudar a la gente de la zona.  

“Uno ve cosas muy tristes aquí, chicos que están muy afectados por las drogas pero que quieren salir adelante. En algunos casos, ellos mismos son hijos de mamás adictas y sus padres están presos. La falta de oportunidades es una marca fuerte aquí”, resume el hombre que también se ocupa de pedir ayuda para los jóvenes.

Ahora ofreció su casa para que les den talleres. Sebastián, un adolescente, se acerca a saludarlo y le agradece. “A mí sí me gustaría salir de esto. Es muy difícil, quisiera saber hacer algo”, dice antes de seguir camino en busca de esa dosis que un día probó y hasta ahora no pudo abandonar.

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