Termina una semana con alta volatilidad cambiaria. Eso, en la Argentina, implica incertidumbre y nerviosismo que nublan la visión de futuro. Vale la pena aprovechar la calma dominical para salir de la coyuntura y ampliar la mirada. Para acercarnos a algunas hipótesis de lo que nos espera y diagnósticos sobre nuestra marcha resulta enriquecedor apoyarse en enfoques con sesgos distintos a los nuestros y una mayor distancia.
La Argentina suele pasar debajo del radar de la atención global por su condición periférica y su intrascendencia geopolítica pero, cada tanto, sobresale por alguna excentricidad. El historiador escocés Niall Ferguson publicó, la semana pasada, un artículo en The Free Press que va en un sentido inverso al habitual. Investigador de las universidades de Stanford y Harvard, ex profesor en Oxford y Cambridge, criticado por algunos de sus pares por su revisionismo impregnado de un enfoque liberal conservador, se trata de un protagonista destacado y polémico del debate público internacional, en el que participa brindando antecedentes históricos en temas de actualidad. También se caracteriza por abarcar en sus estudios momentos históricos decisivos -como la etapa inflacionaria en la Alemania prenazi- y amplios períodos a escala global, en libros como El triunfo del dinero, una historia de las finanzas que va de los sumerios a la actualidad.
Esta mirada vasta para analizar un fenómeno es la que más interesa a los fines de esta nota. Más allá de sus conclusiones, lo más interesante es su método de aproximación. Lo que Ferguson describe, en su artículo titulado “El milagro creado por Milei”, es una transformación económica con pocos antecedentes y con una envergadura que un porcentaje significativo de la población argentina no estaría advirtiendo en su real dimensión. No faltan expositores locales de esta idea, encabezados por la reiteración de hipérboles en los discursos del propio presidente sobre su gestión, pero hay en Ferguson un estudio, más allá de la simpatía ideológica, más equilibrado, elaborado con una aguda capacidad comparativa y con la percepción panorámica que proporciona la lejanía.
Lo que no pudo Musk
Ferguson arranca repasando datos que la mayoría de los argentinos conocemos bien. Cómo la inflación mensual cayó del 13% a menos del 2%; cómo bajó el déficit en cinco puntos del producto, con crecimiento -rebote (en 2024 fue el país más recesivo del mundo y este año apunta a ser el país con mayor crecimiento después de la India)- y reduciendo el porcentaje de pobres de acuerdo a los indicadores el Indec. Pero nos ofrece perspectiva. Margaret Thatcher, a la que dedicó una biografía, tardó diez años en bajar tres puntos y medio del PBI, apunta Ferguson. El experimento libertario, agrega, se desarrolló mientras el mundo se fijaba en “la mezcla populista de Donald Trump de aranceles recíprocos y grandes, hermosos déficits” y la motosierra de Elon Musk era “rápidamente frenada por las fuerzas de la inercia”. Lo sorprendente, apunta, no es que el experimento en la Argentina haya funcionado económicamente sino políticamente.
Conocido también por sus pronósticos, Ferguson admite que las probabilidades históricas le juegan en contra a Milei pero hace votos por su éxito. “No solo a América Latina le vendría bien una historia de éxito libertaria. El mundo entero la necesita”, concluye el historiador, quien sostiene que el déficit y la deuda son bombas de tiempo para las democracias desarrolladas.
¿El más grande de la Historia?
Milei suele repetir que llevó adelante el ajuste más grande de la historia de la humanidad, sumando al recorte del déficit fiscal diez puntos adicionales de déficit cuasifiscal del Banco Central, cálculo cuestionado por distintos economistas por desviarse de los estándares internacionales. No obstante, los incuestionables puntos del producto que redujo la nueva gestión en su primer año, con un superávit primario alcanzado en el primer mes, cuentan con pocos antecedentes a nivel global.
Grecia redujo su déficit en cinco puntos en 2013 con resultados catastróficos en el empleo y en la actividad. Incluso después de la pandemia, donde hubo enormes incrementos de déficits en todos los países del mundo, salvo casos como el de Chile - casi 9 puntos de ajuste en 2022- no se registraron reducciones tan profundas en tan poco tiempo.
El ajuste argentino es ciertamente excepcional. Otra discusión, nada menor, es la que puede darse sobre la calidad o las particularidades de ese ajuste: la selección y la jerarquización de los recortes, la velocidad, etc. Pero era indiscutible su necesidad, teniendo la Argentina cerradas las puertas al crédito mientras merodeaba una hiperinflación con una emisión monetaria que cubría el déficit.
La reducción de la inflación, una patología anacrónica en el mundo pero crónica para los argentinos, debería convertirse, más allá del actual gobierno, en un logro permanente. Como lo fue la extirpación de los golpes militares a partir de Alfonsín o la capacidad de un gobierno no peronista de concluir un mandato a partir de Macri.
Lo mismo cabe para el orden de las cuentas públicas. La responsabilidad fiscal -que no se circunscribe al superávit- configura una conquista que debería convertirse en una pauta perdurable para un país con adicción a un déficit improductivo. Un gasto público que se hipertrofió sin generar beneficios proporcionales para la ciudadanía.
El experimento argentino en curso, en materia fiscal opera en sentido inverso al de la reducción inflacionaria, advierte Ferguson. El país no es de los últimos en sumarse a la fila, es de los primeros. Una excepción positiva. De los 181 países que audita el FMI, 157 tienen déficit. Acumulado, representa casi dos veces y media el PBI mundial.
¿2017, 1991 o viraje?
Los análisis de los cortocircuitos en la cúpula del poder resaltan la prescindencia del presidente sobre un alto porcentaje de la gestión por su monomanía por dos ejes encadenados de la macroeconomía: superávit e inflación. Pero estos ejes son la clave de bóveda del proyecto político. Si el índice de precios llega controlado a fines de octubre, el Gobierno puede hacer una muy buena elección. Una victoria contundente del oficialismo reflejaría un cambio cultural profundo en un amplio porcentaje del electorado: la conversión en bandera del ajuste, una política que históricamente fue garantía de derrota electoral.
La etapa postelectoral requerirá nuevos objetivos para el Gobierno. El primero será evitar proyectos legislativos que quiebren el equilibrio fiscal. El más relevante -un crecimiento sostenido apoyado en reformas estructurales- para materializarse precisará leyes votadas por mayorías legislativas que el oficialismo solo logrará -aunque obtenga el mejor de los resultados electorales- negociando con aliados y opositores.
La duda, entre locales y extranjeros, es si una eventual victoria en las elecciones de medio término derivará en un final de año parecido al de 2017 -el inicio del derrumbe del gobierno de Macri-, al de 1991-el año sostén de la era Menem- o algo distinto. Más allá de la extensión de los períodos, tanto el paréntesis histórico de la gestión del PRO como la década menemista concluyeron -enfocados en perspectiva- de un mismo modo: con crisis extraordinarias.
La gran pregunta es si la Argentina podrá liberarse, ahora o algún día, de su condena circular de ciclos de ilusión y desencanto. Cuando le preguntan al periodista Jorge Asís cómo termina todo, suele responder: “En la Argentina es muy fácil hacer pronósticos; todo siempre termina irremediablemente mal”. ¿Tendrá, esta vez, razón? Los funcionarios del Gobierno plantean que “ahora es distinto porque hay superávit”. Economistas ortodoxos, que destacan los logros principales de la gestión, prenden luces de alarma sobre la inconsistencia del tipo de cambio, el desequilibrio de la balanza de pagos, los niveles de las tasas de interés, la fragilidad de las reservas y la dificultad -o falta de decisión- para generarlas.
La Argentina cuenta, dentro de su horizonte de posibilidades, con un 2030 en el que la combinación de Vaca Muerta alcanzando récords de explotación, los nuevos desarrollos mineros y tecnológicos más las cosechas del campo cuadrupliquen los dólares que hoy generan las exportaciones argentinas. El desafío es atravesar el desierto conformado por las restricciones, inercias y dificultades del segundo lustro de esta década para alcanzar esa tierra prometida.
Ese futuro necesita ser abonado con inversiones que exigen ciertos grados de previsibilidad económica e institucional, marcada por una continuidad de políticas públicas y reglas de juego.
Perdido en traducción
La distancia geográfica y cultural también tiene desventajas en el análisis. Se pierden connotaciones y detalles de la microfísica del poder. Se desdibuja el significado institucional de la propuesta de un juez a la Corte o de ciertos candidatos al Congreso. No se repara en el impacto del uso de ciertos instrumentos o del ruido en las relaciones entre los protagonistas del oficialismo. Se ve la película sin sonido o con subtítulos que desdibujan el sentido de las palabras en la oralidad. No termina de entenderse el carácter ofensivo, o la carencia de humor por repetición, de palabras traducidas como “baboon”, “enveloped”, “econofraud” o “thermos head”, ni de comprender cómo la suma de agresiones daña el tejido político y social imprescindible para sostener y refrendar las medidas, aún las más razonables y consensuables, de la macro.
El presidente sostiene que fue necesario que asumiera la primera magistratura un economista para resolver los problemas de la política, ya que esta nunca entiende las restricciones de la escasez. ¿Deberíamos dejar de lado las “formalidades republicanas” para concentrarnos exclusivamente en las “efectividades conducentes” de la economía?
Correríamos el riesgo de perder las guías rectoras -preservadas en el pasado por sectores relevantes de la oposición, la justicia, la prensa, la producción y la sociedad civil en los momentos más álgidos de nuestros procesos demagógicos- que evitaron que adquiriéramos la fisonomía de países política y económicamente fallidos, como Nicaragua o Venezuela.
Niall Ferguson tiene otro texto, que no habla de la Argentina pero que puede ser leído, pensando en ella, como advertencia. El libro se llama La gran degeneración y tiene un subtítulo sugerente: “Cómo decaen las instituciones y mueren las economías”.







