DIEGO ARÁOZ/LA GACETA
San Martín jugó 70 minutos como si estuviera en bata y con masajes en los pies. Como si el grito de gol de Nicolás Castro hubiese incluido, también, una orden de relajación profunda. Como si todo lo que venía después fuese un trámite. Pero no lo era, porque esto es la Primera Nacional, y la tabla siempre está en constante cambio.
La Ciudadela había empezado ilusionada. A los 60 segundos, el propio Castro había tenido la primera chance clara: cara a cara con Nicolás Sumavil, el defensor del arco de Tristán Suárez, que respondió firme. Era el aviso de que el “Santo” salía con apetito. Pero del otro lado también jugaban y no lo hacían tan mal. El “Lechero” tuvo sus oportunidades y, aunque sin eficacia, dejó en claro desde temprano que no iba a ser un paseo.
A los 20’ llegó la alegría. El pase fue de Hernán Zuliani y Castro, que venía buscando revancha, empujó la pelota al fondo. Su primer gol con la camiseta de San Martín, un desahogo que celebró con todo. Pero esa celebración fue tan intensa que el equipo pareció creer que ahí terminaba todo, que ya estaba, que lo más difícil había pasado. Y entonces, sin darse cuenta, San Martín se metió en una cápsula de relajación, como si estuviera en un spa en pleno cerro tucumano.
“Siempre los triunfos te predisponen de manera diferente”, había dicho Ariel Martos después del triunfo ante Los Andes. Y sí, tenía razón. Pero esta vez, esa predisposición fue hacia el relax. Hacia una versión adormecida, despojada de tensión. Con un equipo que pareciera haber confundido confianza con calma. Como si, tras el gol, ya fuera aceptable tomar agua de pepino y cerrar los ojos.
El rival, por supuesto, no se sumó a ese retiro espiritual. Jugó incómodo, metió presión y aprovechó cada error. Como el que cometió Matías García a los 42’: una pérdida en el medio que derivó en el empate de Álvaro Veliez. Un baldazo de agua fría justo antes del descanso.
En el segundo tiempo, San Martín desesperado. El juego estaba trabado, espeso. La pelota rebotaba en la mitad de la cancha sin destino claro, y el equipo no reaccionaba. Martos movió el banco: Tiago Peñalba, Juan Cuevas y Franco García. Hubo un pequeño intento de sacudida a los 65 minutos, con un remate de Juan Cruz Esquivel que casi entra. Pero era apenas un reflejo.
El partido se picó cuando Veliez vio la amarilla y el técnico visitante, José María Martínez, fue expulsado por protestar. Esa secuencia desordenada le puso algo de calor al ambiente, pero el fútbol, el juego en sí, no cambió. San Martín intentaba, pero sin convicción. Con un Martín Pino dolorido que se arrastraba por el área sin poder definir, y con decisiones que desconcertaron, como la salida de Esquivel para el ingreso de Aaron Spetale.
El tiempo se consumía y el equipo no se despabilaba. Realmente el gol tempranero lo metió en un jacuzzi. Jugaba en casa, con su gente, pero el partido ya no le pertenecía. Y si algo enseña este torneo es que ningún rival es menor, y que ningún juego se gana antes de tiempo.
El desafío es uno que San Martín viene arrastrando: la regularidad. No se trata sólo de sumar de a tres; es una cuestión de sostenerse. De no desaparecer después del primer golpe de efecto. De entender que un gol no alcanza si después se apaga todo lo demás.
El empate dejó gusto a poco. O, mejor dicho, sabor a derrota. Porque el equipo había arrancado mejor, porque se había puesto en ventaja, y porque era un partido que debía ganar. Pero eligió relajarse; descansar cuando todavía quedaba más de medio partido por jugar. Y en esta categoría los partidos no se ganan desde un spa. Se ganan despiertos, tensos, incómodos. Porque en la Primera Nacional, con un ascenso a Primera División en juego, después de lo vivido en 2024, no hay tiempo para relajarse.








