JUAN JOSÉ SAER. Construyó una saga personal que durante mucho tiempo pudo prescindir de la crítica y el mercado.
Por Marcelo Damiani
Para LA GACETA - BUENOS AIRES
Acaban de cumplirse 20 años de la desaparición física de uno de los mejores escritores argentinos luego de Borges y Cortázar. Me estoy refiriendo, por supuesto, a Juan José Saer.
Santafesino por nacimiento, argentino por idiosincrasia, universal por definición, Saer es quizá el último autor que ha logrado construir una auténtica obra que durante mucho tiempo pudo prescindir de esas dos dudosas instancias de legitimación social que son la crítica y el mercado. Inmutable a las falencias de la primera y a los desvaríos del segundo, Saer se abocó a la tarea de construir una saga personal con la sagacidad y la convicción de los verdaderos artistas.
El proyecto había comenzado con su primer libro: En la zona (1960), siguió con sus grandes novelas Cicatrices (1969), Nadie nada nunca (1980) y Glosa (1986), entre otras, y lamentablemente terminó con la publicación de su enorme opus póstumo: La grande (2005).
Toda la obra de Saer es un intenso intento por no caer en una simbología simplista y mantener el equilibro, siempre inestable, entre el material en bruto que proporciona la experiencia y la supuesta significación que suelen suscitar reflexiones ulteriores. Hay una convicción de que toda simbolización encubre una ideología, y con ello se pierde o se oculta la relación ancestral, taumatúrgica, que en algún punto tenemos con las cosas. La vida sería una fuerza que fluye violenta y que está más allá de las racionalizaciones interesadas y tendenciosas. Somos nosotros los que nos empeñamos en establecer categorizaciones en ese Todo. Y aunque parece más que evidente que allí rige el caos, pretendemos poder desprender lo bueno de lo malo, lo sagrado de lo profano, lo real de lo imaginario. Algunos personajes, así, le van a permitir a Saer mantener una doble mirada mundano-filosófica que también establece fuertes relaciones entre distintos momentos de su obra.
Es sabido que en ella abundan las caminatas, charlas, epifanías, sarcasmos, duras críticas al mundo moderno y, como no podía ser de otro modo, el infaltable asado nodal. Pero en el fondo todo esto no es más que una excusa exquisita. Proust sostenía que el verdadero trabajo del escritor era intentar ver algo diferente bajo la materia y las palabras (o, si se quiere, bajo la materialidad de las palabras). Tal vez por esto Saer tratará de acercarnos a un mundo más primigenio, más primordial, donde nuestra relación con las cosas aún no había sido mediatizada por la cultura. Ese mundo, por lo general, suele estar asociado con la infancia o la adolescencia. Esta recurrencia por intentar ver todo desde un doble plano, el natural y el filosófico, quizá esté directamente relacionada con que las narraciones de Saer, por lo general, tienen como tema la amistad. La Grande, como Cicatrices, como Nadie nada nunca, como Glosa, como Lo imborrable, son excelentes novelas sobre la amistad. No siempre es una amistad constituida, a veces está en ciernes, a veces es momentánea, e incluso en ocasiones tiene que ver con un intento de amigarse con las cosas o de recuperar un instante de amistad con uno mismo o con el entorno. Giorgio Agamben ha puntualizado la relación originaria que hay entre la filosofía y la amistad. Y es acá donde Saer, como muchas veces Faulkner, Pavese y Onetti, encuentra un tono en el que el lector puede entablar una especie de amistad reflexiva con el narrador (verdadero protagonista de todos sus libros). Esta afectividad que transmiten sus textos quizá debería pensarse a partir de una relación prohibida por el decálogo de la teoría literaria, es decir, su persona. Escuchar hablar a Saer, para los que tuvimos la suerte de conocerlo, era como leerlo. O mejor: Era como si él nos estuviera leyendo su último manuscrito inédito. Uno no podía dejar de sentir que el privilegio de estar sentado o caminando junto a él, escuchándolo, radicaba en que cada vez que hablaba, sin que importara el tema, era como si estuviera escribiendo en voz alta. Así, el carácter efímero de su prosa oral, siempre, daba la sensación de convertirnos en testigos involuntarios, auténticos depositarios de una suerte de incunable.
Es esta suerte de don de legatario inesperado el que no me permite evadir la responsabilidad de señalar que en los últimos tiempos, contrastando con la loable tarea de cuidado de los papeles de trabajo llevada a cabo por Julio Premat y su equipo, también hemos tenido que asistir a la aparición de una serie de críticas infundadas de varios y vacuos detractores. Una de las primeras vino enarbolando la cuasi categoría del “aburrimiento”, como si eso bastara para cuestionar una de sus grandes novelas (para algunos, incluso, la mejor); otra sostenía erróneamente que su éxito moderado se debía a una operación académica acaecida en los 90, como si se tratara de una política de marketing que no está avalada por el valor incontestable de una poética original y única. Un correlato de lo antedicho tal vez sea el intento infantil de excluir a Lo imborrable de lo mejor de su novelística, acaso por su tono punzante, su coqueteo con el subgénero “en clave” y las críticas abiertas a la época en la que fue escrita, cuyos ecos nefastos no sólo se mantienen sino que incluso se renuevan, potenciados, en los aciagos tiempos que corren. Carlos Tomatis, su gran personaje, lo resumiría así: “Pasaron, como venía diciendo hace un momento, veinte años: Anochece.”
Tampoco estaría de más recordar que la obra de Saer en los últimos decenios ha resistido los desatinos de editores varios, los intentos mediáticos de cancelación (el nuevo nombre fashion de la censura mercantil), muchos prólogos impresentables, falsos cuestionamientos desafectivos, fatuas y falaces confesiones inimputables, e incluso graves errores de lectura de alguna que otra auto-declarada impulsora de su figura y sus tristes epígonos.
Quizá esta sea la prueba definitiva que tiene que sortear toda apuesta estética original una vez que el autor ya no está acá para defenderla. Pero las críticas y los detractores, mal que les pese, no ven que el corpus saereano se hace cada día más fuerte y no necesita que nadie lo defienda. Se defiende muy bien solo.
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Marcelo Damiani - Novelista, crítico y docente.







