Fantasmas de Gettysburg

Fantasmas de Gettysburg

Por Esteban Pino Coviello para LA GACETA.

06 Julio 2025

No creo en fantasmas. Creo en la gravedad, en el calendario gregoriano, y en que los objetos siempre fallan en el peor momento, no por brujería ni misterio, sino por simple obediencia a esa ley implacable de causa y efecto que algunos llaman “Ley de Murphy”. Creo en el ácido desoxirribonucleico, en la alquimia cotidiana que convierte agua y granos tostados en el primer café de la mañana, y en esa lógica curiosa de las vacaciones familiares, donde el descanso prometido suele convertirse en souvenirs inútiles y en deudas con interés emocional compuesto. Pero no en fantasmas.

Y sin embargo, ahí estábamos: Gettysburg, Pennsylvania.

Viajé a Gettysburg con mi familia en el otoño de 2023. Fueron tres noches de cielos bajos y hojas secas, de cafés tibios y rutas silenciosas que serpenteaban entre campos inmóviles, como si el tiempo allí hubiera preferido detenerse. No fui por simple turismo. Fui porque hay lugares donde la historia no está encerrada en vitrinas, sino que respira bajo la tierra, cruza las veredas, se posa en las ramas desnudas de los árboles. Gettysburg es uno de ellos. Uno de esos puntos del mapa donde no basta con leer: hay que caminar, mirar, y en lo posible, guardar silencio.

La batalla que allí ocurrió en julio de 1863 no fue solo un giro en la Guerra Civil estadounidense: fue el instante en que la historia, como una moneda suspendida en el aire, cayó finalmente de un lado, definiendo no solo el destino de una nación, sino la forma que tomaría el mundo que vendría después. Durante tres días —calurosos, violentos, interminables— - se enfrentaron dos visiones opuestas del país. Una, anclada en el pasado, defendía el privilegio heredado, la esclavitud y un orden social jerárquico. La otra, con todas sus imperfecciones, miraba hacia una idea más moderna de nación, basada en la unidad, la industria y la ciudadanía extendida. Gettysburg fue un accidente estratégico, un cruce fortuito de caminos y voluntades no previsto por ningún alto mando, dejando así, ese sabor imborrable de las páginas que, sin anunciarse, terminan escribiendo el destino de una nación. No fue simplemente una victoria táctica. Gettysburg consagró una narrativa: la de una América indivisible, que, con el tiempo, y no sin heridas, terminaría moldeando la forma en que el mundo entiende hoy a la democracia norteamericana.

Quizás sea precisamente por ese carácter accidental —ese cruce inesperado de tropas en un rincón anodino de Pensilvania— que Gettysburg conserva una energía tan densa, tan difícil de explicar desde los márgenes del sentido común. Las cifras son casi imposibles de asimilar: más de cincuenta mil bajas en apenas tres días, un vendaval de muerte que reconfiguró la historia no solo de un país, sino de una idea de civilización. Tal vez es esa violencia concentrada, ese dolor brutalmente comprimido en tan poco tiempo y espacio, lo que parece haber dejado una grieta abierta en la realidad.

Ecos y sombras

Allí, dicen, los ecos no se apagan. Se habla de soldados que aún gimen en la espesura, de puentes donde flota el llanto incesante de la tragedia, de disparos en la lejanía, de apariciones breves que no lograron abandonar del todo los días que los sorprendieron entre fuego, barro y órdenes gritadas al viento. Nada fue planeado. Ninguno de los 160 mil soldados imaginó que aquel sería el escenario definitivo. Y quizás por eso —por lo abrupto, por lo indeseado— el alma del lugar quedó suspendida en una especie de sobresalto eterno.

Y sin embargo, por más racional que sea mi mirada, por más escéptico que me considere ante lo paranormal —y más aún cuando ello se usa como anzuelo turístico en cada esquina—, debo admitir que allí, en Gettysburg, algo se siente. Algo que no responde a figuras ni apariciones, pero que persiste, como una presencia que no necesita manifestarse para ser notada. Caminé por esos campos al caer la tarde, cuando la luz se afina y el aire se espesa, y aunque intenté racionalizarlo —atribuirlo a la sugestión, al relato colectivo, incluso a mi propia sensibilidad moldeada por mi paso por el ejército—, lo cierto es que aquella sensación era profunda, ineludible, callada pero insistente. Como si el más allá, en ese lugar, no fuera un espectáculo ni una amenaza, sino una permanencia callada.

El pueblo parecía una escenografía perfectamente conservada: casas de época, faroles que más que alumbrar decoran, y una niebla matinal que parecía contratada por el departamento de turismo. Todo tenía esa atmósfera entre documental de la BBC y especial de Halloween para adultos con buen gusto.

Nos alojamos en una casa-hotel de estilo victoriano del siglo XIX, una de esas construcciones que no solo han resistido el paso del tiempo, sino que lo han absorbido como un paño secante empapado de historia. Era testigo silenciosa de la tragedia, y aún hoy sus muros exteriores conservaban las cicatrices: agujeros de proyectiles como puntos suspensivos de un relato que jamás se termina de contar. Los anfitriones —un matrimonio afable que parecía sacado de un calendario antiguo— nos recibieron con pocas palabras y nos entregaron, sin prisa, las instrucciones para el alojamiento y el desayuno. Había también una sala de estar, silenciosa como una antesala de museo, donde vitrinas de madera vidriada exhibían con orgullo una colección de militaria antigua.

La habitación era un viaje sin metáfora: un salto limpio a la década de 1860. Una cómoda de nogal oscuro, una cama de madera torneada, cortinas de encaje grueso y el leve aroma de madera envejecida componían un escenario más cercano a la reconstrucción histórica que al hospedaje moderno. A través de una pequeña cocina contigua, donde el cobre y la loza se conservaban como piezas de museo en uso, se accedía a un porche trasero de madera decaída que daba al jardín. Allí, por la noche, unos faroles parpadeaban con una luz temblorosa.

Cerca de la medianoche, luego de dejarnos llevar por una película olvidable, nos quedamos conversando en familia bajo la luz tenue de un velador.

Fue entonces cuando junto a mi esposa, desde la cocina, lo vimos. Apenas una figura, quieta frente al porche del jardín trasero: un hombre de porte firme, vestido con un uniforme descolorido de la Unión, de rasgos afroamericanos y facciones serenas, sosteniendo un farol. Paula sólo atinó a preguntarme, murmurando, si yo veía lo mismo. Asentí en silencio, sin parpadear. Apenas esbocé una sonrisa, atribuyéndolo al juego incierto de las luces, al peso del cansancio, o a alguna broma que el silencio nocturno se encargaba de amplificar. Josefina, mi hija, yacía sobre su cama, y tras escuchar nuestros comentarios, apenas levantó la vista y volvió a su mundo de lectura adolescente, con esa indiferencia precisa que solo los jóvenes tienen ante lo extraño, como si nada pudiera asombrarlos ya, y todo mereciera ser ignorado con elegancia distraída.

Pero media hora después, al pasar por el mismo umbral, lo volví a ver, esta vez yo solo. Quieto, de pie en la penumbra del jardín, recortado contra la débil luz del lugar. Uniforme azul, silueta firme. En ese instante, mi escepticismo no encontró sostén.

La figura no dijo nada. No flotó, no gritó, no susurró secretos del más allá. Simplemente se desvaneció con la lentitud dramática de una ópera en su acto final. Y yo me quedé ahí, inmóvil.

Las noches siguientes transcurrieron sin sobresaltos, sin apariciones espectrales, como si aquello que vi hubiese cumplido su cometido: no asustarme, sino advertirme. Una suerte de emisario silencioso de la memoria. Aunque nada volvió a manifestarse ante mis ojos, la sensación de ser observado no me abandonó. Una vigilancia tenue pero constante. A veces eran murmullos breves, rozando mi oído como una brisa con voz. Otras, un frío súbito al girar por un pasillo vacío.

Desde entonces, mi racionalidad —esa armadura pulida con escepticismo y lecturas ordenadas— ya no tiene la misma forma. Gettysburg me enseñó que uno puede no creer en fantasmas y, aun así, temerles.

© LA GACETA

Esteban Pino Coviello – Consultor económico y escritor.

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