Por Walter Gallardo para LA GACETA
Pueden resultar opresivos los límites de ser una sola persona durante toda la vida, una suerte difícil de aceptar, como si esa condición arbitraria e innegociable conllevara un alto grado de injusticia. De ahí que en tantos casos la simulación y la impostura se conviertan en una manera de huir de un destino indeseado, quizás anodino, quizás doloroso o simplemente sin esperanza, y un alivio para la insoportable asfixia de estar encerrado en una única posibilidad y para siempre. Es probable que el escritor portugués Fernando Pessoa lo sintiera así desde niño.
En principio, fue la soledad: una infancia marcada por la muerte temprana de su padre y la su hermano Jorge de menos de un año; la convivencia en casa con una abuela con problemas mentales, algo que siempre temió heredar, y el destierro, la decisión de su madre de llevarlo a vivir a Sudáfrica al contraer matrimonio en segundas nupcias con el cónsul portugués de Durban. Todo este torbellino de circunstancias se desataría antes de que cumpliera los ocho años. Frente a estos cambios radicales y el desconcierto, se protegería inventando compañeros imaginarios a los que frecuentar. En una carta al poeta Adolfo Casais Monteiro, confesaría que se trataba de una especie de desdoblamiento de personalidad: “Desde niño tuve la tendencia a crear en torno a mí un mundo ficticio, a rodearme de amigos y conocidos que nunca existieron”. De hecho, a sus seis años ya se escribía cartas a sí mismo con el nombre de Chevalier de Pas.
Todas las almas
En la edad adulta, las razones cambiarían: una desdicha continua y un amargo sabor a derrota, lo llevaban a ocultarse detrás de aquellos nombres como si buscara en ellos una coartada o multiplicar sus apuestas ante una suerte esquiva. “Soy más variado que una multitud casual, soy más diverso que el universo espontáneo, todas las épocas me pertenecen un momento, todas las almas tuvieron un momento su sitio en mí”, admitiría. Mientras tanto, se ganaba modestamente la vida como traductor. El inglés sería su lengua adoptiva. Aunque hoy es considerado uno de los mayores poetas de Portugal, casi un sinónimo de la ciudad de Lisboa, y en ella del barrio del Chiado, apenas publicó en vida sólo un libro, Mensaje, y algunos textos sueltos en revistas literarias de escasa difusión que cerraban al cabo de unos pocos números.
Si nos basamos en su correspondencia, todo parecía terminar muy pronto y de la peor manera, dejándole una conciencia abrumadora de fracaso. Ocurriría con su noviazgo con Ofelia Queiroz, una joven de 19 años que conoció cuando él tenía 31. Ella lo quiso e intentó casarse con él, y, aunque el amor duró para siempre, la relación se acabó unos cuantos meses después de comenzar. Escribiría por entonces: “No soy nada, nunca seré nada, no puedo querer ser nada. Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo”. Y agregaría: “Seré siempre el que no nació para eso. Seré siempre sólo el que tenía algunas cualidades, seré siempre el que aguardó que le abrieran la puerta frente a un muro que no tenía puerta”.
Aquel desasosiego del que tanto habló se extendería a su rutina anárquica, convertida en una vida de trashumante dentro de la propia Lisboa, como si su necesidad de desdoblarse estuviera motivada por un deseo irresistible de escapar de sí mismo. Cambiaría de casa más de veinte veces. Entre sus pocas pertenencias, arrastraría dos baúles hasta cada nuevo domicilio: uno con libros y el otro colmado de manuscritos. Se han encontrado en él entre 25 y 30 mil textos muy desordenados, depositados como en una papelera. Allí hay de todo: poemas eróticos, novelas y cartas astrales (otra de sus aficiones) Gran parte de ese material está aún sin publicar.
Escape de sí mismo
De los muchos escritores que cabían en él, en esa galaxia personal, ninguno sería creado con un afán lúdico o como un refugio con la puerta entreabierta para que se supiera finalmente quién estaba detrás. No le alcanzaba con ocultar su nombre en sus trabajos, porque en ese caso sólo hablaríamos de pseudónimos; eran personajes con una biografía propia, verdaderos “amigos” del autor con sus fechas y lugar de nacimiento, profesión, una orientación política, un domicilio, rasgos definidos de personalidad y estilos literarios muy distintos. “Yo veo, en el espacio incoloro pero real del sueño, los rostros, los gestos, de Alberto Caeiro, Ricardo Reis y Álvaro de Campos. Fijé sus edades y construí sus vidas”, reconocía con naturalidad. Alberto Caeiro nació en Lisboa, era rubio y carecía de educación; Ricardo Reis provenía de Porto, era médico y se había instalado en Brasil decepcionado por el triunfo de la república, y Álvaro de Campos, uno de los más prolíficos, era originario de Tavira, se había graduado de ingeniero naval en Glasgow, aunque no ejercía. “Estando de vacaciones, realizó el viaje al Oriente del que resultó el poema Opiario. Aprendió latín con un tío de Beira que era cura”. A Bernardo Soares, otro de los más conocidos, sólo lo consideraba un semi heterónimo por parecérsele demasiado a él. “Aparece siempre que estoy cansado y somnoliento, cuando están en mí como suspendidas las cualidades del razonamiento y la inhibición; su prosa es un constante devaneo”.
Ninguno de ellos fue feliz. Tal vez por esa razón se lamentaba de haber ido tan lejos en su papel de impostor: “El disfraz que me puse no era el mío. Creyeron que yo era el que no era, no los desmentí y me perdí”, confiesa en su poema Tabaquería. “Cuando me quise quitar la máscara, la tenía pegada a la cara. Cuando la arranqué y me vi en el espejo, estaba desfigurado”.
El 29 de noviembre de 1935 lo ingresarían en el Hospital de São Luís dos Franceses. Sufría de cirrosis, consecuencia de su gran afición por el alcohol. Allí moriría al día siguiente. Tuvo tiempo de escribir una última frase en inglés: “I know not what tomorrow will bring” (no sé lo que el mañana traerá, usando una forma arcaica de “I do not know”) Menos de un siglo después, tenemos respuestas aún incompletas a esa inquietud, algunas de ellas posiblemente ocultas en esos textos inéditos y otras en el indescifrable hechizo que su obra no ha dejado de ejercer.
© LA GACETA
Walter Gallardo – Periodista tucumano radicado en España.