La escritora, el encargado y la dificultad para entender

Beatriz Sarlo sabía mucho de escándalos mediáticos. Pensó y escribió sobre ellos con mirada sociológica. También los protagonizó. Su “Conmigo no, Barone” es antológico. Ahora, post mortem, es un personaje involuntario de un culebrón sucesorio desatado por un texto mínimo y rudimentario que, paradójicamente, quizás será uno de los más recordados de una de nuestras mayores intelectuales.

BEATRIZ SARLO. Tras su deceso la intelectual es eje de una disputa sucesoria. BEATRIZ SARLO. Tras su deceso la intelectual es eje de una disputa sucesoria.

Beatriz Sarlo dedicó distintos ensayos a la búsqueda de claves que ayudaran a entender rasgos de nuestra cultura a través del análisis de escándalos mediáticos. Pero también, sin buscarlo, los protagonizó. Uno de ellos, entre las escenas más recordadas de la historia de la televisión argentina, nació con su réplica al escritor Orlando Barone en el programa 678. “Conmigo no, Barone” se convirtió en expresión popular, eslogan impreso en remeras y estribillo de un jingle musical en torno a ese valiente reflejo que expuso la hipocresía de muchos de sus colegas en tiempos de hegemonía kirchnerista.

Otro “alboroto mediático” que la tuvo como protagonista se produjo en 2021, durante la pandemia, cuando la escritora contó en un programa de televisión que le habían ofrecido “por debajo de la mesa” una vacuna, en una época en que había escasas dosis en nuestro país. “Jamás, prefiero morirme ahogada de covid” fue su respuesta.

¿Gata encerrada?

El escándalo póstumo que Sarlo comparte con Melanio Alberto Meza, el portero de su edificio, que la asistió en la última etapa de su vida, deriva de dos frases escritas sobre un papel arrugado, con letra ligeramente desprolija, reflejando un posible apuro de la autora por sacarse el tema de encima. “Alberto Meza, quedás a cargo de mi departamento después de mi muerte. Y también quedás a cargo de mi gata Niní, que te aprecia tanto como te aprecio y valoro yo”, dice el manuscrito firmado por Sarlo y fechado el 2 de agosto de 2024, cuatro meses y medio antes de su muerte.

La escritora no tenía hijos y su última pareja -con quien no se casó-, Rafael Filipelli, había muerto en 2023. Vivía sola, con su gata, en un departamento de Caballito, en Buenos Aires.

En Estados Unidos podría haberle dejado su departamento a su gata, su última compañera, a través de un fideicomiso sucesorio con un fiduciario que se encargaría de administrar el inmueble. Nuestro Código Civil fija limitaciones a la voluntad del causante. Si hay hijos, cónyuge o padres, solo se puede disponer libremente de un porcentaje de los bienes.

En esta historia hay un marido, Alberto Sato. La ley dice que, no habiendo hijos, al cónyuge le corresponde -por lo menos- el 50% de todo lo que tenía quien fallece -o el 100% si no hubiese testamento-. Una particularidad de este caso es que se casaron en 1966, se separaron hace medio siglo y nunca se divorciaron. La ley también dice que los derechos hereditarios entre marido y mujer se extinguen ante una separación de hecho sin voluntad de reanudar la relación.

Decodificando a Sarlo

El juez de la causa debe hacer la exégesis de un escrito impreciso, ambiguo, de una de nuestras mayores exégetas literarias. ¿Qué quiso decir Sarlo? ¿Que le legaba la propiedad de su departamento al portero, como sostiene su abogado, o que deseaba que se ocupara de su mantenimiento y que eventualmente viviera allí su gata bajo su cuidado? ¿Y a quién le correspondería lo que había adentro? El abogado del (¿ex?) marido legal de Sarlo plantea que este es su legítimo heredero y posiblemente sostendrá la invalidez de la pretensión de la otra parte o que, si se dictamina que la disposición de la escritora es válida, que esta excede la porción disponible que fija la ley.

Estas dudas alimentan notas en casi todos los medios periodísticos y los programas de la tarde, con audiencias que inevitablemente relacionan el conflicto con uno de los capítulos de la exitosa serie El encargado, en el que el personaje encarnado por Guillermo Francella se queda con el departamento de una viuda sin hijos en el edificio en el que trabaja.

En su libro La intimidad pública, Sarlo analizó la atracción que generan los escándalos en un público que puede husmear la vida de famosos o figuras célebres y encontrar sus contradicciones, miserias o debilidades, equilibrando de cierto modo la distancia que lo separa de su fama, prestigio o privilegios. Y eventualmente procediendo a la destrucción, a través del escarnio, de esos “becerros de oro” que ese público forjó.

Preservación de la obra

A esta polémica mediática y jurídica se suma la legítima preocupación de allegados de Sarlo y especialistas en su obra por la preservación de la valiosa colección de libros -muchos de ellos autografiados por célebres autores-, escritos propios y discos que la ensayista tenía en su casa. Y el planteo de que el departamento podría dedicarse a su conservación y funcionar como sede de una fundación dedicada a la difusión de la obra de la escritora fallecida. En el fondo, indirectamente se preguntan en qué medida el legado de un gran autor pertenece a la sociedad en la que este actuó. La ley prevé que si no hay herederos forzosos ni colaterales (hermanos o sobrinos), como en el caso de Sarlo, sus bienes pasan al Estado (en este caso, a la ciudad de Buenos Aires).

El derrotero de los derechos de autor de Borges a partir de la muerte de María Kodama -y de una sucesión no planificada que los dejó en manos de cinco sobrinos a los que algunos especialistas consideran no capacitados para gestionarlos- es un ejemplo de las controversias que pueden generarse en este terreno. Incluso la expresión clara de una última voluntad puede dar lugar a dudas. Como las que tuvo Max Brod, el albacea de Kafka, quien finalmente desobedeció la instrucción del escritor checo de quemar sus escritos.

No entender

“No entender nos coloca frente a lo desconocido ofreciendo la oportunidad de ampliar lo que vivimos y pensamos”, dice Sarlo en su libro de memorias aparecido tres meses después de su muerte. Allí, entre muchos pasajes biográficos, dice al pasar que no hizo por su madre lo que hizo por una de sus gatas.

El título del libro, No entender, refleja una obsesión que la acompañó en el tramo final de su vida. La última vez que la vi fue en una reunión con colegas, algunos meses antes del día en que está fechado el hoy controvertido manuscrito testamentario. Todavía viajaba periódicamente en transporte público desde el departamento de la disputa legal hacia un estudio de trabajo en el barrio de Recoleta.

Decía que la sorprendía la forma en que los pasajeros de los subtes o colectivos consumían contenidos. Casi todos, acentuaba, con sus ojos fijos sobre las pantallas de sus celulares. “Lo notable es la velocidad con que pasan de un contenido a otro; cada uno o dos segundos deslizan su dedo índice sobre las pantallas. ¿Quién puede leer –y sobre todo, entender- algo en esos segmentos de tiempo?”, planteaba. Lo que describía de sus travesías urbanas, hace unos años podría haber sido una impactante escena de una serie como Black Mirror pero hoy es una escena cotidiana en cualquier urbe.

Sarlo se preguntaba qué pasaba en las mentes de quienes ingerían bulímicamente miles de contenidos diariamente. Le preocupaba que esos cerebros saturados de imágenes y breves líneas de texto perdieran su capacidad de digerir lo que consumían y, con ella, sus habilidades para profundizar, contextualizar, entender -y entenderse-. “¿Adónde nos lleva -política, económica, socialmente- esta cultura sintética?”, nos preguntaba y se preguntaba.

Probablemente no imaginó que muchos de los pasajeros con los que compartía sus recorridos por la ciudad, en estos días detuvieron sus miradas, por algunos segundos más de lo habitual, en el culebrón de la escritora y el encargado.

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