Apenas afirma un pie en el barrio de La Bombilla, al desprevenido viajero lo asaltan emociones e imágenes feroces, hurtadas al recuerdo del cine y la literatura. Síntesis del Bronx, el wéstern y el malevaje borgeano, las anchas y polvorientas calles de La Bombilla respiran el culto del cuchillo y del coraje, la altiva chusma valerosa, las balas que zumban en la tarde última y el alcohol pendenciero, pero también, tan triste como ella, la cara de la desgracia y el mismísimo infierno tan temido, aquello que muchos habremos festejado en la irrealidad de unas páginas, en el fatuo e irresponsable artificio literario, para despreciarlo luego en la vida.
Y una vez que avance al interior del barrio, ya despojado de prejuicios, encontrará también, cómo no, oasis de apacible rutina y la inanidad de gentes cuyo único modo de vivir es el todo o nada de cada día, y su éxito, un plato de comida y un vino al caer la noche. Donde el trabajo y el hambre hallan consuelo en la algarada y el ruido.
Y si completa el viaje al fondo de la noche de un viernes, lo atrapará un fin de semana inolvidable: esquivando puñaladas ladinas como recuerdos, acabará integrado en alguna ronda de aturdidos bebedores, y padecerá y será testigo de confesiones escalofriantes, de relatos y vivencias que, con algo de maña y si sale vivo de allí, podrá revertir luego en literatura. ¿Qué mejor experiencia para un escritor en ciernes?
Cómo llegar
El visitante inesperado, el escritor o crítico porteño invitado generosamente a participar de algún evento en la provincia, ya desocupado de peroratas y compromisos, puede tomar un taxi en el centro de San Miguel de Tucumán y pedir que lo dejen en la avenida Ejército del Norte al mil y tantos y aventurarse al este, callejeando, con el cerro a las espaldas, munido de celular, cámara de fotos y con la notebook en la mochila para registrar adecuadamente la experiencia… Verá perros, niños, mujeres y hombres reunidos en las veredas, almacenes, tugurios evangélicos, algún taller, muchas casas a medio construir, basurales y zanjones nauseabundos, una escuela, un engendro de plaza, autos rotos, caballos famélicos rumiando el pasto. Si alza la vista, postes y cableados, humo y cielo; si la baja, lodazales y charcos inmensos, tal vez asfalto o cordón cuneta. Y la sensación de ruina constante, de cataclismo atómico, de tiempo espantosamente detenido. De ostracismo y de miedo. Entonces habrá llegado.
Alojamiento y comida
No hay hoteles ni hospedajes al uso, y las posibilidades de pernocta se limitan a la comisaría sexta, que dispone de cinco celdas escuetas, compartidas, donde cuesta un hurto o riña pasar la noche, y a un prostíbulo adiposo y vetusto sobre la calle Thames, casi menos recomendable que aquella. La sugerencia es pasar el fin de semana en vela, pululando por los aguantaderos y dejándose llevar por las ensordecedoras circunstancias festivas.
En cuanto a la comida, el comedor comunitario Juan XXIII es excelente por la atención, pero de oferta gastronómica escasa y diurna. Resulta, con todo, un lugar adecuado para entablar amistades sobrias con anfitriones bien dispuestos, guías y relativos garantes de integridad. Por las noches, hasta muy tarde, se encuentran despachos marginales de sánguches de milanesa y se han visto auténticas cacerías de repartidores de comida rápida, escurridizos como conejos. Las bebidas, con la cumbia y las broncas, abundan, aparecen juntas sin que las llamen, y no te abandonan aunque las eches.
Cómo salir
La salida del barrio puede convertirse en una operación complicada, si durante el fin de semana se ha establecido una amistad demasiado férrea con los beodos oriundos, o así interpretada por éstos. No conviene cortar abruptamente nada, ni el jaraneo ni la seguidilla de invitaciones y tragos. ¿Entonces? Puede fingirse una ida a quioscos lejanos en busca de más bebida o sustancias, si se anuncia con la suficiente convicción y verosimilitud, sin haber despertado antes ninguna alerta.
Pero lo mejor y más seguro es dejar que decante discretamente la odisea hacia el amanecer del lunes, a su fin natural y tolerable. Y así, una vez enfrentados a nuestra propia cobardía, recorrer tranquilos hasta el centro la distancia entre ellos y nosotros, entre lo que por fortuna somos y lo que pudimos ser, y nos hemos salvado.
© LA GACETA
Juan Ángel Cabaleiro
Escritor