El recuerdo de aquel día cumbre en la trayectoria de Álvaro Argiró permanece imborrable, casi tangible. “Estaba lleno de gente, el sol brillaba y yo transpiraba frío”, evoca el ex ciclista, reviviendo la paradoja de la extenuación bajo el astro rey, la adrenalina tensando cada fibra. La Vuelta de Mendoza, joya del calendario nacional, se rendía a sus pedales. La crónica del último día de carrera inmortalizó el inicio frenético: “A las 15.30 se puso en marcha la décima etapa. A los pocos kilómetros, Jonathan Pastran, Carlos y Marcos González iniciaron una escapada que les permitió, en determinado momento, sacarle dos minutos y 30 segundos al pelotón donde estaban Argiró, Juan Pablo Dotti y Gabriel Brizuela”.
Diez jornadas de esfuerzo titánico habían transcurrido desde el inicio de la extenuante prueba por etapas. Argiró había sido convocado para integrar el equipo de la Municipalidad de Guaymallén, concebido inicialmente para impulsar el protagonismo del crédito local, Gabriel Brizuela. Sin embargo, el rendimiento del mendocino no evolucionó según lo previsto, y aquellos que estaban a su servicio en el equipo, incluyendo el tucumano, comenzaron a redefinir sus roles. El liderazgo en la ruta emergió en las figuras de Argiro y el aguerrido bonaerense Juan Pablo Dotti.
“El movimiento de los punteros -según la nota periodística de aquel día- se vio neutralizado a los 108 kilómetros de la partida, cuando el pelotón pulverizó esa diferencia”, describe el artículo, pintando la escena de un grupo compacto donde los integrantes del equipo de Argiró se movían con sincronía. “La diferencia que en las anteriores etapas habían conseguido los representantes de Guaymallén les permitió manejar con autoridad la definición de la competencia”, relataba la crónica del día siguiente a aquel inolvidable 21 de marzo de 2010.
“La idea era ganarla”, simplifica Argiró, 15 años después de la gesta. La estrategia inicial se desdibujó ante la realidad de la carrera, donde las piernas y la inteligencia táctica se erigieron como los verdaderos motores del destino. En ese sentido, la entereza demostrada en los últimos días de competencia colocó a Argiró y Dotti un escalón por encima de Brizuela. La Vuelta de Mendoza demandaba resistencia, astucia y una voluntad inquebrantable. Para Argiró, los primeros compases revelaron la ambición feroz de sus rivales. “Yo ya había salido con otra idea”, confiesa el futuro licenciado en Psicología, recordando su papel inicial, lejos de la primera línea de fuego. Aquella Vuelta de Mendoza 2010 no representaba para Argiro la última oportunidad, pero sí una coyuntura inigualable al grabar su nombre en la memoria imborrable del ciclismo. “Ya había corrido en muchas Vueltas y son muy difíciles”, sentencia. “No tenía planeado ganar. Iba al trabajo que me habían asignado: era cuidar”, precisa.
En aquellos tiempos donde la comunicación digital aún no ejercía su dominio omnipresente, los mensajes de texto eran el tenue cordón umbilical con la tierra natal. “A mí eso me desconcentra un poquito”, reconoce Argiró sobre aquel período donde las redes sociales apenas comenzaban a desplegar su influencia.
“La idea fue mantener un buen ritmo, sin atacar a los competidores y conservar nuestro lugar; por suerte pudimos lograrlo y seguimos adelante”, declaraba Argiró a LA GACETA en la víspera de la victoria. Ese ritmo constante, impuesto desde la quinta etapa que lo catapultó a la cima, debía sostenerse con disciplina. Y en ese engranaje perfecto, la figura de Juan Gaspari emerge con una luz propia. “La diferencia se hace en la quinta etapa. Juan me dice: ‘De tal corredor tenés que tener cuidado, es un pampeano’. Federico Pagani, no me olvido más. ‘Pagani va a atacar en tal lugar’. Juan sabe mucho. Cuando dice ‘va a llover’, yo salgo con paraguas”, bromea Argiro, dejando traslucir el profundo respeto por su compañero.
“Efectivamente, sale Pagani, un tipo muy peligroso al que alcancé. Se cansó, se quedó y seguí yo. Se dio todo lo que Gaspari dijo”, remarca el ciclista. La precisión casi profética de Gaspari, su habilidad para anticipar los movimientos del adversario, se convirtió en la brújula que guió al tucumano hacia la gloria.
La dificultad de replicar aquella gesta se percibe en cada reflexión de Argiró, una barrera invisible erigida por el tiempo y la exigencia del ciclismo de alto nivel. “Es difícil ganar una vuelta, eso es lo que pasa. Es muy difícil. Por eso me aferré tanto a la camiseta de líder”, confiesa. La tapa de LA GACETA de aquel día permanece grabada en su memoria. “Batacazo del ciclismo tucumano”, titulaba una breve nota junto a la imagen del ciclista cruzando la meta con el brazo en alto. “Mi papá me iba leyendo el diario mientras volvía”, recuerda con nostalgia.
Su experiencia europea, forjada en el trabajo colectivo, cimentó su filosofía del ciclismo. “A mí me gustaba el trabajo en equipo. Esas guerras campales que había, por más que no gane yo. Que gane un compañero o defenderlo, me encantaba”, reconoce el corredor, subrayando la importancia de la entrega al colectivo en los momentos cruciales de la Vuelta.
El post triunfo fue una amalgama de incredulidad y euforia reprimida. La tensión se mantuvo hasta cruzar la línea de meta, y solo el abrazo espontáneo de un desconocido logró desatar las lágrimas contenidas. “Yo me largo a llorar porque me acordaba de mi abuela, que estaba con cáncer en ese tiempo”, rememora sobre aquel desenlace dramático, sellado por una exigua diferencia de cinco segundos.
La confirmación definitiva llegó con el estallido de júbilo de sus compañeros en el colectivo del equipo. “Ahí como que empiezo a caer, digamos. Te empieza a caer la ficha, porque todavía estás tenso, estás... porque a veces estás pensando mil cosas...”. La llamada de Raúl Labate, su mentor, rubricó la magnitud del logro, aunque la humildad característica de Argiró lo impulsaba a mirar hacia adelante, hacia nuevos desafíos.
Su “Corcel Negro”, la fiel Cannondale de fibra de carbono y aluminio, rodó con la fuerza de la historia sobre el asfalto mendocino. “Me acuerdo que corrí con ruedas comunes, no puse las ruedas de carbono. Los rivales se reían porque yo había ido para ayudar, entonces ponía las ruedas más comunes que tenía. Eran pesadas, pero no tanto. ‘Mirá cómo ganó la Vuelta con las ruedas comunes para entrenarse’, escuchaba decir”, relata Argiró. La anécdota de las ruedas de entrenamiento, utilizadas hasta que la victoria se tornó tangible, añade un matiz pintoresco a la epopeya.
La clave de aquel triunfo trascendía la potencia de las piernas de Argiro: residía en la fortaleza mental y el apoyo incondicional de un equipo cohesionado, guiado por la visión estratégica de Gaspari. “Cuando estás bien de la cabeza y tenés un amigo como Juan, es difícil no ganar”, asegura el ex ciclista, hoy dedicado a la tradicional bicicletería familiar, un legado que lo mantiene conectado a su pasión.
La copa que certifica aquella hazaña permanece resguardada, lejos de las vitrinas ostentosas. Argiró reconoce que en su hogar, a diferencia de otros campeones, sus trofeos no ocupan un lugar central. “La tengo guardada... Yo no tengo vitrina, ni fotos colgadas en las paredes”, detalla. Esa modestia, esa distancia del ruido triunfalista, revela la esencia de un ciclista que vivió su profesión con la intensidad de un trabajo, despojándose de la vanidad efímera. Y añade: “Cuando yo era ciclista, para mí era un trabajo. Cuando llegaba a casa, ponía la bicicleta allá, el casco más allá, todo en otra habitación y me desligaba. Y no quería nada que me recuerde hasta el otro día que tenía que entrenarme”.
La Vuelta de Mendoza 2010 fue mucho más que una carrera ganada. Fue la alquimia perfecta entre un ciclista tucumano de garra indomable y un estratega que supo leer el destino en el viento de la montaña. Fue la épica del “Corcel Negro”, un triunfo que resonó con fuerza en el corazón de Tucumán y que perdura en la memoria del ciclismo argentino como cada ganador de una Vuelta.
EN CARRERA. Argiró en el pelotón (sexto desde la izquierda).







