Bergoglio, Borges y el último día

Bergoglio, Borges y el último día

El autor de El Aleph todavía no estaba completamente ciego. Distinguía, entre otras cosas, los números de su reloj de bolsillo pero solo acercándolo a escasos centímetros de su ojo derecho.

En 1965 Jorge Bergoglio era un joven religioso de 28 años -todavía no ordenado sacerdote- que enseñaba Literatura en el colegio jesuita La Inmaculada Concepción, en Santa Fe. El primer año lo había dedicado a las letras españolas -de Gonzalo de Berceo, Quevedo y Fernando de Rojas a García Lorca y Antonio Machado-. 1965 era el año en el que llegaba el turno a los argentinos.

El profesor “Carucha”-ese era el apodo con que lo designaban sus alumnos por su semblante juvenil- decidió, para despertar la atención de los estudiantes, invitar a las clases a los escritores cuyas obras leían. Así los chicos pudieron escuchar y debatir con María Esther de Miguel y María Esther Vázquez. Esta última funcionó como canal para invitar a Borges.

“Casi un reloj de contacto”

El autor de El Aleph todavía no estaba completamente ciego. Distinguía, entre otras cosas, los números de su reloj de bolsillo pero solo acercándolo a escasos centímetros de su ojo derecho. “Señor Borges, lo suyo es casi un reloj de contacto”, le dijo, irreverente, el alumno Jorge Milia, desatando el nerviosismo de Bergoglio y las risas parcialmente contenidas de sus compañeros.

“¡Qué interesante! ¡Una tortura sublime! -le contestó Borges-; piénselo así: un hombre al que le ponen un reloj adentro del ojo. Un reloj que ve aún cuando cierra el párpado y así, en la vigilia como en el sueño, el hombre sigue viendo pasar una tras otra las horas de su vida. Consciente de aquel adagio latino de ‘una est ultima’. Piense en la desesperación, en esa marca de tiempo que se va y no se puede quitar. ¡Tiene que escribir ese cuento!”.

Tal vez Bergoglio haya recordado a Silvestre II, el papa que inventó el primer reloj de péndulo mecánico y que asumió su pontificado en el año 999, meses antes del anunciado fin de los tiempos que atormentaba a sus contemporáneos. Y posiblemente, en algún punto, la idea también haya angustiado al inventor de ese aparato de engranajes cuyo rítmico y monótono sonido se asemejaría a la tortura imaginada por Borges, un milenio más tarde.

Prólogo y vaticinio

El contacto con Borges dejó estimulados a los chicos de La Inmaculada. Bergoglio los impulsó a escribir. Y lo hicieron. Ocho de ellos redactaron una serie de cuentos que terminaron reunidos por Bergoglio en el borrador de un posible libro. El borrador terminó en manos de Borges, quien pidió que lo dejaran encargarse de la introducción. “Este prólogo no solamente lo es de este libro sino de cada una de las aún indefinidas series posibles de obras que los jóvenes aquí congregados pueden, en el porvenir, redactar. Es verosímil que alguno de los ocho escritores que aquí se inician llegue a la fama, y entonces los bibliófilos buscarán este breve volumen en busca de tal o cual firma que no me atrevo a profetizar”, escribió para el libro que se editó meses después.
Mientras escribía esas líneas, Borges ya era un candidato al Nobel, aunque pocos conocían qué se debatía en el interior de la Academia Sueca. Hoy sabemos, a partir de los archivos desclasificados de la institución, que el presidente del Comité del premio lo dejaría fuera del galardón en esos años por ser “demasiado exclusivo o artificial”.

Medio siglo más tarde, la fama potencial a la que aludía Borges en su prólogo se posaría, de manera mayúscula, sobre los hombros del mentor de los ocho jóvenes autores.

La duda y la certeza

Una estrecha y perdurable amistad se forjó entre el profesor jesuita y Borges a través de visitas periódicas y charlas de café. “El padre Bergoglio es una persona inteligente y sensata; con él se puede hablar de cualquier tema: de filosofía, de teología, de política. Pero hay algo que me alarma un poco; he observado que tiene tantas dudas como yo” le dijo, entre risas, JLB a Roberto Alifano.
Bergoglio, por su parte, cuestiona la consistencia del agnosticismo borgeano citando el  microcuento “Leyenda”, incluido en Elogio de la sombra, dedicado a Caín y Abel. “Abel  contestó:-¿Tú me has matado o yo te he matado? Ya no recuerdo. / -Ahora sé que en  verdad me has perdonado -dijo Caín-; porque olvidar es perdonar”. “Solo un hombre de espiritualidad podía escribir palabras como estas”, reflexiona Bergoglio.

En la película Cónclave, recientemente estrenada, el cardenal decano -interpretado por Ralph Fiennes- abre las deliberaciones en las que se elegirá a un nuevo papa con este discurso: “Hay un pecado que he llegado a temer por encima de todo: la certeza. Si solo hubiera certeza y no duda, no habría misterio. Y, por lo tanto, no habría necesidad de fe”.

El final

Al salir de su cuarta internación hospitalaria, ya no era el mismo. Las secuelas de la neumonía bilateral le habían dejado dificultades para respirar y hablar, dolores corporales y una gran fragilidad. Los médicos le prescribieron un reposo que rechazó para consagrarse a la celebración de la Pascua. Quiso reunirse con un grupo de presos y continuar con una serie de encuentros pautados.

“¿Crees que podré hacerlo?”, le preguntó a Massimiliano Strapeti, su enfermero personal, antes de abordar el papamóvil para circular entre los fieles, por última vez, en la plaza San Pedro. “Gracias por traerme”, le dijo el Papa a Massimiliano, quince minutos después y antes de volver, exhausto, a su cuarto en Santa Marta.

Más de una vez, a lo largo de su vida, debe haber recordado el argumento de Borges en esa clase compartida en Santa Fe, a mediados de los 60. En la condena de la íntima percepción del paso de un tiempo que para él, de un instante a otro, definitivamente, se detuvo.

© LA GACETA

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