La muerte del papa Francisco conmocionó al mundo. Poco más de 12 años después de ser elegido como líder de la Iglesia católica, el jesuita argentino falleció tras un pontificado caracterizado por la humildad, la defensa de los pobres y un enfoque reformista, lo que provocó que deje una huella indeleble.
“Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades”. Esa frase, pronunciada en los primeros meses de papado, condensó su visión pastoral: una institución en movimiento, imperfecta, pero viva.
Jorge Bergoglio, el primer Sumo Pontífice latinoamericano, desafió convenciones con su estilo cercano y su mensaje de misericordia. Fue un Papa que incomodó. Desde su elección en 2013, abogó por una “Iglesia pobre para los pobres”, repudió al capitalismo deshumanizante, impulsó el diálogo interreligioso y abordó con valentía temas como la protección ambiental (“Laudato Si”) y la migración. Sin embargo, su legado también estuvo marcado por tensiones entre tradición y modernidad, especialmente en temas como la inclusión Lgbtq+ y la gestión de abusos dentro de la Iglesia.
No fue un pontífice fácil para los sectores más conservadores. Su estilo directo, a veces descontracturado, su elección de vivir en la residencia Santa Marta en lugar del Palacio Apostólico, y su impulso a temas como la sinodalidad o la ecología integral, generaron tensiones internas que marcaron su pontificado. Pero esas decisiones también definieron su legado: el de un líder espiritual que, por sobre todas las cosas, eligió estar cerca. Sus intentos de limpieza interna y de mayor transparencia financiera chocaron con muros de siglos. Aun así, nunca retrocedió: empujó reformas en la Curia, descentralizó decisiones y alentó a los laicos -y sobre todo a las mujeres- a tener un rol más activo. No cambió todo, pero dejó claro que el cambio era posible.
Más allá de las diferencias ideológicas y religiosas, cuesta imaginar el mundo sin su mirada. Su voz, su ejemplo y su compromiso con los más necesitados resonarán en la memoria colectiva, recordándonos que la fe y la acción tienen un poder transformador. Intentó tender puentes con los jóvenes, una generación cada vez más distante de los rituales tradicionales. Con lenguaje directo, les habló sobre redes sociales, ansiedad, trabajo precario y cambio climático. Les dijo que no se quedaran en el sofá, que se involucrasen: “Hagan lío”.
En Argentina, su tierra natal, la expectativa por su regreso fue una herida que nunca cicatrizará. Francisco, a pesar de sus múltiples viajes internacionales, entre ellos a Brasil y a Chile, nunca pisó el considerado “fin del mundo” como Papa. Las razones fueron objeto de especulación: tensiones políticas con gobiernos kirchneristas y luego macristas, su delicada salud, o quizás el temor a que su figura fuera instrumentalizada en un país dividido. Su ausencia física no evitó que su sombra siguiera presente. Bendijo imágenes de San Martín y Evita, fue mediador en conflictos sociales e incluso criticó la corrupción local sin nombrarla.
En su última aparición pública resonó con la misma sencillez de siempre. A pesar de su fragilidad física, su mensaje de resurrección y renovación fue un recordatorio poderoso de su fe inquebrantable y su llamado a la esperanza. Su bendición final, impartida con una mirada cansada pero llena de amor, fue un símbolo de su cercanía con los fieles y su compromiso hasta el último momento.
Su muerte invita a reflexionar sobre el futuro del catolicismo en un mundo polarizado. ¿Mantendrá la Iglesia su rumbo hacia la apertura, o habrá un retorno al conservadurismo? Más allá de la fe, Francisco fue un símbolo de coherencia en tiempos de crisis. Su partida deja un vacío, pero también un desafío: honrar su legado construyendo puentes, no muros.







